Me Vale Madre La Voluntad de Dios

XIX.2 LA BODA

XIX.2 LA BODA

Cuando me desperté, un buen rato después, caí en la cuenta de que Altagracia nunca se despedía de mí para irse al trabajo. Me levanté de golpe y revisé sus cosas. No estaban sus joyas y faltaban ropa y zapatos.

Me arreglé rápidamente, dejé a Romi con la portera y me fui a la fonda esperando encontrarla. No estaba. Doña Malena me dijo que le había avisado su partida desde el lunes pasado, pero que le pidió guardar el secreto. Me dijo que Altagracia le había dictado una carta para que se la escribiera y me la diera:

María Regina:

Te mentí, perdóname. Nunca tuve intención de quedarme a tu boda, debo llegar a mi pueblo, Cócorit, en Sonora. No me gustan las despedidas porque no me gusta el llanto. Repartes mis prendas como te dije. Mi prenda más amada es para ustedes. Desde que los conocí supe que eran las personas adecuadas para quedársela. Cuídala y ella cuidará de ti.

Tú serás feliz y yo también. Lo sé.

Te quiero.

Altagracia Usacamea Tepuri

Una lágrima rodó por mi mejilla, pero la sequé de inmediato en honor a Altagracia. Estuve segura de que ambas seríamos felices.

Nunca le pregunté a Sacramento sobre las relaciones que sostuvo con Altagracia. Nunca me importó porque siempre entendí qué tipo de relación tuvieron y porque sabía que Sacramento sentía por mí algo que nunca sintió por ella. Además, ya lo dice el dicho “Lo que no fue de tu año, no fue de tu daño”, o, también, “No es jabón que se desgaste”.

Como doña Malena no había encontrado aún quien nos sustituyera a las dos, acepté ayudarla hasta el viernes con una condición: que ella fuera mi testigo de honor en la boda. El otro sería Fabi.

El día de la boda, Fabi me entregó el vestido de boda que Altagracia me regaló. Nunca lo hubiera imaginado de tan bonito y tan sencillo. Era una falda amplia, de color blanco perla, a medio tobillo, que abajo llevaba una crinolina para darle volumen; una blusa blanca, con escote redondo, manga hasta el codo y bordados en color blanco brillante. Un rebozo gris plata de Santa María del Río y un lazo para el cabello del mismo color. Fabi me ayudó a maquillarme un poco y a recogerme el cabello con las peinetas y el lazo.

La boda fue en un pequeño salón privado de un restaurante. Invité a Fabi, a doña Malena, a la portera, a una docena de vecinos y a las muchachas de la fonda. Sacramento invitó al padre Francisco, a doña Rita y su hijo, y a una docena y media de amigos suyos con sus esposas. La boda íntima que yo pensaba, se convirtió en una fiesta con cena, música y baile para más de cincuenta invitados.

Sacramento mandó un automóvil por mí y por mis testigos, para llevarnos al salón. Me estaba esperando a la entrada. Se veía muy guapo y elegante con su traje negro, camisa blanca y corbata roja. Al recibirme sonrió y le brillaron los ojos de felicidad. Sacó del bolsillo un anillo antiguo de oro con una esmeralda y me lo puso en el dedo diciéndome:

—Es lo más valioso que tengo. Es lo único que conservo de mi madre. Durante años lo llevé amarrado al cuello con un cordón de cuero. Ahora es tuyo, como tuya es mi vida entera. Te juro, por el recuerdo de mi madre, que nunca te arrepentirás de haberme aceptado, y que nunca dejaré de quererte y de cuidarte, María Regina.

Me sentí profundamente enamorada y agradecida por tanto amor que Sacramento me estaba ofreciendo. Lo tomé del brazo y entramos al salón donde nos esperaban de pie los invitados y el juez del registro civil. Esa noche me sentí feliz porque yo, María Regina Herrera Moro, de 30 años de edad, originaria de Concepción del Oro, Zacatecas, me convertí en la esposa de José Sacramento Guajardo Vega, de 47 años de edad, originario de Lampazos de Naranjo, Nuevo León.

Después de la boda, Sacramento me presentó, uno a uno, a sus amigos y sus esposas. Casi todos ellos eran comerciantes, había varios militares y un par de funcionarios de gobierno. Después de la cena hubo un rato de baile. Me sorprendió lo mucho que disfruté bailando con Sacramento.

—Tengo diez años de conocerlo –me dijo doña Rita— y nunca lo había visto tan feliz.

Una hora antes de que acabara el baile, Sacramento me tomó de la mano y me sacó del salón. Afuera estaba su camioneta y nos fuimos a la casa.

Al llegar, Sacramento se quedó un momento en su salita de lectura, mientras yo me adelantaba a la recámara. Me quité el vestido de novia, me puse el camisón de dormir y me acosté en la cama, bocarriba, tal y como lo oí de jovencita en alguna plática de mis tías: “Nomás me acuesto bocarriba y lo dejo que se suba a hacer sus cosas, mientras yo pienso que voy a hacer de comer mañana”.




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