XXI.2 PECADOS CARNALES
Mi vida de casada era como lo había imaginado. Sacramento se iba a trabajar y yo me quedaba en casa. Realmente no había mucho trabajo, pues doña Rita se encargaba de casi todo el quehacer. Nunca me gustó lavar ni planchar, y tampoco quería que ella lo hiciera, así que le pedí que buscara una sirvienta que se encargara de eso. Lo que si me gustaba mucho era cocinar; siempre procuraba preparar al menos uno de los platillos de la comida y cena. Sacramento comía todos los días en casa y, al terminar, descansaba un poco antes de regresar a trabajar. En la tarde regresaba después de las siete, se bañaba y cenábamos. Después nos quedábamos un rato en la sala. Le gustaba sentarse junto a mí, en el banquito, mientras yo tocaba el piano. A veces me pedía que tocara una polca y se ponía a bailar con doña Rita. No quise que dejara de ir a jugar dominó los miércoles con sus amigos. Me gustaba sentir que regresaba a mí en la noche.
Cuando conocí su casa me sorprendió la cantidad de libros que tenía; llegué a pensar que los compró junto con los libreros, para que adornaran, pero no, los había leído todos y me recomendaba su lectura. En mi casa en Saltillo sí había libros, algunos en francés; me gustaba leerlos. En el convento había unos cuantos libros, que nadie leía. Con Sacramento retomé mi gusto por la lectura. Leíamos en la salita una hora, hasta que Sacramento, con una sonrisa pícara, me decía:
—Me voy a acostar antes de que me dé sueño.
Yo de inmediato dejaba lo que estaba haciendo y corría a meterme a la cama a esperarlo.
Me gustaba mucho estar con él, tanto que llegué a preocuparme, porque siempre me habían dicho que, en el matrimonio, las relaciones eran con el único propósito de engendrar hijos, y yo ni siquiera pensaba en eso, yo pensaba en Sacramento.
Una tarde decidí consultarlo con un sacerdote, pero no quise hacerlo con el padre Francisco. Fui a la Iglesia de El Carmen. Entré al confesionario y le dije tímidamente al padre:
—Acúsome padre, de que me gustan mucho las relaciones carnales.
—Eres casada, hija —oí la voz del sacerdote al otro lado de la cortinilla.
—Sí, padre. Soy casada —respondí.
—¿Con cuántos hombres tienes relaciones, hija? —preguntó el padre.
—Solamente con mi marido —le respondí sorprendida.
—Entiendo hija —dijo el sacerdote—. Pero, aun así, eso puede ser peligroso para tu salvación, hija.
Las palabras del padre confirmaron mi sospecha de que la pasión que yo sentía por Sacramento no era normal. Le pregunté:
—¿Por qué, padre? Es mi marido.
—Por el tipo de cosas que pueden estar haciendo.
—No entiendo, padre —le dije confundida.
—Necesito que me describas dónde te toca tu marido y donde lo tocas tú a él, para saber si están haciendo lo que Dios considera correcto —dijo la voz atrás de la ventanilla, pero sonó extrañamente ronca y agitada.
Imaginé una escena donde Sacramento y yo estábamos en nuestra cama, y el sacerdote estaba sentado en un sillón, frente a nosotros, y nos decía:
—¡Que no les de pena! Hagan todo lo que acostumbran hacer, para que yo pueda decirles lo que está bien y está mal.
No podía permitir que nuestra intimidad matrimonial fuera violada, así que le dije al confesor:
—Disculpe, padre. Me tengo que retirar.
No alcancé a oír la respuesta porque me paré y salí del confesionario. Apenas había avanzado unos pasos, cuando oí, a mis espaldas, la voz del padre que decía:
—Hija, espera.
Me detuve y di la vuelta. El templo estaba vacío, salvo por la presencia de un grupo de señoras que, frente al altar, rezaban el rosario.
El sacerdote se acercó a mí y me dijo:
—Discúlpame, hija, creo que no fue la manera ni el lugar correcto de hablar de tu problema.
Me sentí avergonzada por haber reaccionado tan impulsivamente y le dije:
—Discúlpeme usted a mí, padre. Estoy muy nerviosa.
—No te preocupes, hija. Es normal —me dijo, tomándome las manos entre las suyas—. Me gustaría que vinieras mañana a mi oficina a platicar y a rezar un rato, para calmar esos ardores carnales tan peligrosos que tienes.
Mientras hablaba, sus dedos pulgares masajeaban mis manos. Miré al sacerdote; a mi mente vino el recuerdo de la madre Loreto y sentí asco. Solté mis manos de entre las suyas y salí del templo. Crucé la calle y me senté un rato en una banca de la plaza para esperar que se me quitara el malestar. Luego me fui a casa.
Doña Rita me preguntó que si estaba bien; le dije que era un pequeño dolor de cabeza. Lo mismo le dije a Sacramento.
Después de cenar traté de tocar el piano, pero no me concentraba en la melodía. Luego agarré un libro y no me pude concentrar en la trama. Sacramento me quitó el libro de las manos, se sentó a mi lado, me abrazó y dijo:
—Cuando a una mujer le pasa algo, y su marido le pregunta qué le sucede, ella siempre responde: “Nada”. Pero yo quiero que contestes con la verdad. ¿Qué te pasa, amorcito?