Me Vale Madre La Voluntad de Dios

XXII.2 POR MI CULPA, POR TU CULPA. POR TU GRANDE CULPA

XXII.2 POR MI CULPA, POR TU CULPA. POR TU GRANDE CULPA

Lo peor de los domingos era cuando hacíamos asambleas de reflexión. Las religiosas, de forma voluntaria, tomaban la palabra y exponían públicamente las fallas de pensamiento, palabra, obra y omisión que tenían como personas y como religiosas; manifestaban cuál era su propósito para lograr una superación y lograr el estado de gracia que anhelaban y las convirtiera en fieles imitadoras de la Virgen María. Yo nunca participé en esas actividades porque realmente no tenía la fe ni la devoción que tenían unas, ni la hipocresía y falsedad que tenían otras. Me limitaba a sonreír con actitud de comprensión y aprobación.

Algunas de esas asambleas de reflexión eran distintas; consistían en que las religiosas expresaran algo bueno y algo malo de otra de las religiosas presentes. Cosas como:

—La hermana Fulanita siempre es muy atenta y servicial, pero cuando le toca hacer el almuerzo hace el huevo muy picoso.

—La hermana Menganita siempre tiene sonrisas y bendiciones para todas, pero siempre se le olvida dónde deja las cosas.

—La hermana Zutanita es muy organizada y trabajadora, pero sus ronquidos se oyen hasta la huerta.

Tampoco participaba en esas actividades. No porque no hubiera algo bueno que decir de mis hermanas de religión. Todas tenían algo bueno —creo que hasta la madre Loreto—, lo que no me gustaba era decirles las cosas que no me gustaban de ellas, aunque tuviera que decir algo sin importancia como: “La hermana Perenganita levanta mucho polvo al barrer el patio”. En mi casa mis papás se la pasaron señalándome mis defectos y las cosas que supuestamente hacía mal, por lo que me parecía que no era correcto que yo hiciera lo mismo con las demás personas.

En una de estas asambleas, la hermana Angelita, que evitaba al máximo saludarme y dirigirme la palabra, participó y dijo:

—La hermana Cayetana… —al oír mi nombre sentí una punzada en el estómago, porque sabía que nada bueno podía esperar—. La hermana Cayetana —continuó la hermana Angelita— es muy culta e inteligente, porque tuvo la fortuna de criarse entre pañales de seda y sonajas de plata, pero pienso que, quizá por eso, se siente superior a nosotras.

Yo estaba angustiada porque no sabía a dónde iba a parar esa “reflexión de ayuda”, pero recuerdo que alcancé a pensar: “No me siento superior a ti, eres tú quien se siente inferior a mí, pendeja”.

—A lo mejor la hermana Cayetana —continuó la hermana Angelita— necesita practicar el valor de la humildad y de la sencillez para poder ser una buena religiosa, una buena seguidora de nuestra santa madre María de Guadalupe. Me he dado cuenta —continuó la hermana, poniendo una expresión de tristeza y pesar—, que la hermana Cayetana sigue con su actitud de ir en contra de las reglas de nuestra comunidad y… trae el cabello largo.

Cuando estuve de novicia con las inmaculadas nunca me pidieron que me cortara el cabello, el cual lo tenía hasta la cintura. Recuerdo que sor Verónica del Divino Rostro de Jesús me dijo que usar el cabello largo no era realmente señal de vanidad, porque la Virgen María lo usaba largo; al decirme eso cantó un verso de un villancico de Navidad:

La Virgen se está peinando

entre cortina y cortina

los cabellos son de oro

y el peine de plata fina.

Decía sor Verónica que si las religiosas lo usaban corto era por comodidad, porque tenían una vida tan ocupada que no tendrían tiempo de lavarlo, secarlo y peinarlo. También era cuestión de higiene, por aquello de los piojos tan comunes en Saltillo. Cuando profesé con las Adoratrices del Tepeyac, platiqué con la madre Martha sobre el cabello y me dijo algo parecido: que lo podía usar tan largo como quisiera, bajo la cofia y el velo, siempre y cuando su cuidado no me quitara tiempo para mis obligaciones en la congregación. Tenían razón. Al poco tiempo de profesar me di cuenta que no podía cuidar mi cabello como debía, así que decidí cortarlo a media espalda. No me lo quise cortar más porque esperaba que cualquier día fuera mi mamá a sacarme del convento, y no quería salir a la calle toda pelona. Por las pocas revistas y periódicos que llegaban al convento, sabía que la moda era que las mujeres usaran el cabello muy corto, pero yo me sentiría como desnuda si saliera así a la calle.

Cuando la hermana mencionó mi cabello largo, intervino la madre Carolita, quien era la religiosa de mayor edad en el convento. Anteriormente había sido monja en otros conventos del centro del país —de hecho, fue de las últimas novicias del convento de San Jerónimo, en la Ciudad de México, ahí, donde Sor Juana Inés de la Cruz, profesó doscientos años atrás­—, pero siempre le tocó la mala suerte que el gobierno clausurara sus conventos y mandara a las religiosas de regreso con sus familias. Ella, o su familia no la aceptó de regreso o nunca se quiso dar por vencida, siempre buscaba y encontraba un convento que la aceptara. La madre Carolita era muy buena gente, pero muy a la antigua. Era muy austera y severa consigo misma: dormía en el piso, ayunaba todos los viernes, no usaba cobijas en invierno, andaba descalza, se bañaba cada mes —era la que olía a zorrillo­—, no comía postre, rezaba todo el rosario de rodillas, y siempre que hablaba era para decir: “En mis tiempos, las monjas…”

—En mis tiempos, las monjas —dijo la madre Carolita— no andaban con vanidades, realmente le ofrecían a Dios una vida de sacrificios y renunciación. Traer el pelo largo, hija —me dijo mirándome a los ojos— es cosa del diablo —y se persignó al mencionar ese nombre—, que te va a llevar a la condenación eterna en el infierno. Así debe ser una verdadera monja —al decir eso se quitó la cofia y el velo y mostró su cráneo casi desnudo, con las huellas de los tijeretazos, con los que ella misma se cortaba el cabello.




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