Me Vale Madre La Voluntad de Dios

XXII.3 DIJERON QUE A TODAS

XXII.3 DIJERON QUE A TODAS

Llegué a pensar que el asunto de mi cabello largo no iba a trascender, pero me equivoqué. Un par de días después fui requerida para que me presentara a la oficina de la madre Carmen, la vicaria general. Al entrar vi que en su oficina estaban seis religiosas jóvenes. A tres de ellas las consideraba amigas mías, las otras tres casi ni me hablaban.

—Hermana Cayetana —habló la madre Carmen—, usted sabe muy bien que dentro de una comunidad religiosa no se permiten muestras de vanidad que nos distraigan del verdadero propósito de nuestra vida religiosa. Las reglas se hacen para que todas, sin excepción, las cumplan, pero vemos en usted una actitud de desprecio y de reto hacia nuestras normas. La invitamos a corregir su actitud.

Al decir esto último, la madre Carmen abrió un cajón, sacó varias tijeras y las puso sobre el escritorio.

—Elija la que guste, hermana Cayetana. Haga lo que se espera de una buena religiosa. No puede seguir teniendo esa actitud hacia nuestras reglas. Haga lo que es correcto.

No extendí la mano para tomar unas tijeras. Miré a las religiosas que estaban en la oficina y aprecié una expresión de ansiedad y angustia en sus miradas. En ese momento comprendí la intención de la madre Carmen: ella sabía que yo no era la única religiosa que traía el cabello largo; todas las que estaban en su oficina lo traían igual, o más largo que yo. La madre Carmen esperaba que yo me negara a cortar mi cabello, argumentando que ellas también lo traían largo. Si delataba a mis amigas me iba a mostrar muy ruin y traicionera con ellas; si delataba a quienes no eran mis amigas iba a aumentar la enemistad. Decidí que en ningún caso le iba a dar ese gusto.

Me quité el velo y la cofia. Extendí la mano, tomé unas tijeras y, en silencio y mirando a la madre Carmen a los ojos, empecé a cortar mis cabellos. Cada mechón que cortaba lo iba colocando en su escritorio. No lloré. Tampoco le iba a dar ese gusto.

Cuando corté el último mechón de cabellos y lo puse en el escritorio, vi que una mano tomó otra de las tijeras. Volteé a ver quién era: era la madre Natalia, quien había entrado en silencio a la oficina. Se quitó la cofia y el velo, dejó al descubierto una cabellera negro azabache que le llegaba casi a la cintura. Nunca hubiera sospechado que ella tuviera tan hermoso cabello; creo que las demás religiosas tampoco, porque así lo pude apreciar en su expresión de asombro. Ese asombro aumentó cuando la madre Natalia empezó a cortar mechones de su cabello, dejándolos caer descuidadamente al piso.

La hermana Rosalba se encogió de hombros, me sonrió, se quitó el velo y la cofia, tomó las otras tijeras del escritorio y empezó a cortar su cabello. Oí que la hermana Josefita le decía a la hermana Yolanda:

—Vamos, hermana. Al cabo que el cabello corto está de moda.

Me sonrió. Tomó las tijeras, que aún sostenía yo entre mis manos, y empezó a cortar sus cabellos y los de la hermana Yolanda.

—Siempre quise ser peluquera —dijo riéndose.

Las otras tres hermanas, al igual que la madre Carmen, miraban incrédulas la escena. Una de ellas se encaminó a la puerta, pero la detuvo la voz serena, pero firme, de la madre Natalia:

—No se vaya hermana. Las reglas se hacen para todas, sin excepción —mientras le decía esto le ofreció sus tijeras—. Haga lo que se espera de una buena religiosa.

La hermana, con la mirada, buscó apoyo en la madre Carmen; al no encontrarlo no le quedó más remedio que quitarse la cofia y el velo, y empezar a cortar su cabello, sin poder contener el llanto.

Me sorprendí del silencio de la madre Carmen, quien parecía haberse convertido en un fantasma. En ese momento era la madre Natalia quien llevaba la voz cantante:

—Ya se desocuparon las otras tijeras, hermanas —les dijo a las otras dos religiosas, que estaban inmóviles viendo la escena—. Dijeron que a todas…

La hermana Angelita, me dirigió una mirada de odio, se quitó la cofia y el velo y empezó a cortar su cabello. Con rencor en la voz, le dijo a su compañera:

—¿Qué esperas? ¿Qué te lo corten ellas?

Lentamente, con lágrimas en los ojos, la otra religiosa empezó a cortar su cabello. Cuando dejó de oírse el ruido de las tijeras y cayó al piso el último mechón de cabello, la madre Natalia miró a la madre Carmen y le dijo:

—Supongo que ya nos podemos retirar, Carmen.

Me sorprendió que no hubiera usado la palabra “hermana” o “madre” al dirigirse a ella. Me sorprendió ver la palidez de la madre vicaria. Más me sorprendió cuando la madre Natalia, sin esperar la respuesta de la madre Carmen, nos ordenó retirarnos y salió tras de nosotras.

Alguien tenía que ser culpada y castigada por el incidente; lógicamente fui yo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.