XXII.4 QUITARLE LAS PLUMAS AL PAVORREAL
Un par de días después llegué a la sala de piano a ensayar el coro. Encontré que la señorita Virginia de Hoyos Ábrego estaba escribiendo en el pizarrón la letra de una canción que yo desconocía. Desconcertada le dije:
—Esa no es la canción que vamos a ensayar, es la de Mi querido capitán.
—Esa canción es muy vulgar, hermana, ¿no le parece?
—No, profesora. Se me hace muy alegre —le respondí.
—Eso dice usted, hermana, pero como ahora yo soy la directora del coro, yo decido qué canciones son adecuadas para los niños —me respondió la señorita De Hoyos, con una sonrisa de satisfacción en la cara—. ¿No se lo dijo la madre Carmen?
Sin poder aceptar lo que estaba escuchando, me di media vuelta y me encaminé a la oficina de la madre Carmen, a quien pregunté:
—¿Es cierto que la señorita Virginia de Hoyos es la nueva directora del coro?
La madre Carmen, con su habitual rostro inexpresivo, me respondió:
—Sí, hermana Cayetana. No sé en qué estaba pensando y olvidé comunicárselo a usted. Perdón.
Se me hizo un nudo en la garganta y la voz se me quebró al punto del llanto, pero alcancé a preguntarle:
—¿Por qué, madre?
—Usted sabe, hermana Cayetana, que yo no mando en la comunidad, yo sólo sigo las indicaciones de la madre superiora.
Muy apenas alcancé a musitar un “gracias” y un “con su permiso”; salí de su oficina y me dirigí a la de la madre Clemencia, quien por suerte estaba sola:
—Madre —le dije al entrar— me quitaron la dirección del coro.
—Sí, hermana Cayetana. Ya habíamos hablado de eso. Ya le habíamos asignado nuevas funciones en la cocina, y usted las aceptó.
—Sí, madre, y las he cumplido a la perfección. Estoy segura que no ha habido quejas —le respondí, dominando la angustia que me consumía.
—En efecto, hermana Cayetana. Estoy muy satisfecha con su desempeño. Sabía que usted podía cumplir con esas tareas… que las sirvientas hacían en su casa —me respondió la madre Clemencia con una sonrisa.
—Gracias, madre —le respondí—, pero habíamos quedado que si cumplía adecuadamente mis labores en la cocina conservaría la dirección del coro.
—¿En eso quedamos, hermana? —me respondió la madre Clemencia, con una expresión de extrañeza en su mirada—. No lo recuerdo.
—Sí, madre, en eso habíamos quedado —le respondí, sin evitar sentir una profunda tristeza.
—No lo recuerdo, hermana Cayetana. Pero esperemos que la señorita De Hoyos cumpla con esa tarea, a la que tan desinteresadamente se ha ofrecido. En caso contrario ya veremos qué hacer. Usted tómelo con calma, hermana.
—Muy cierto, madre, no vale la pena amargarse por algo sin importancia —le respondí, tratando de sonreír y de no demostrar cuanto me había dolido—. Como usted siempre dice: “Más se perdió en la Revolución”.
Siempre supe que el “no lo recuerdo”, que manifestó la madre Clemencia no fue consecuencia de su edad; fue una mentira intencional para poder romper su promesa. Una mentira es doble mentira cuando la dice una monja.
Traté de mostrar que no me había dolido perder la dirección del coro, pero no fue así, ¡me dolió en el alma! El trabajo que yo realizaba con los niños era una de las pocas cosas que me hacían feliz en el convento, tanto que hubiera aceptado gustosa ser monja el resto de mi vida si me hubieran permitido seguirlo realizando. Me dolió también la ingratitud y la deslealtad de la madre Clemencia. El coro había sido iniciativa mía, creación mía, obra mía; el coro le había dado a la congregación muchas felicitaciones y alabanzas. ¿De que sirvió eso? ¡De nada!
Me quitaron lo que me hacía sentir orgullosa, para que aprendiera a ser humilde. Como si un pavorreal dejara de ser pavorreal quitándole las plumas. Si Dios le dio plumas al pavorreal fue para que las luciera con orgullo. Ni siquiera les dio humildad a las gallinas, porque cuando ponen un huevo se ponen a cacaraquearlo. Si Dios les da talentos y cualidades a las personas fue para que los desarrollen con orgullo.
A veces veía a los niños del catecismo y a los del coro. Me decían que me extrañaban, que la señorita De Hoyos no enseñaba bien, pero ¿qué podía hacer? ¡Nada! Me dolía verlos y no poder estar con ellos. Un día fui a visitarlos y a llevarles unas galletas. Aproveché que nada estaban haciendo. La señorita De Hoyos solo me miró en silencio. Al día siguiente, la madre Carmen me dijo que la profesora Virginia se había quejado de que entraba frecuentemente a su salón, sin pedir permiso, e interrumpía su clase ¿Cuál clase?, si ella nunca daba clase, es más, ¡ella nunca tuvo clase! También me regañó por andarles dando las galletas del convento a los niños. Le dije que eran pedazos de galletas que nadie se iba a comer y se las iban a echar a las gallinas. No pude creer que me respondiera que era preferible eso a acostumbrarlos a recibir comida; que al rato iba a estar medio Saltillo tocando a la puerta del convento para pedir alimentos.
Decidí no volver a ver a los niños cuando estuvieran en el convento. A la hora del catecismo y del coro procuraba realizar una labor en la cocina, en el jardín, en la huerta; en cualquier lugar que no estuviera cerca de ellos. Aprendí también que entre más quieres, entre más te apegues a algo o a alguien, más dolor te causa perderle.