Me Vale Madre La Voluntad de Dios

XXIII.2 AL PIE DEL ALTAR

XXIII.2 AL PIE DEL ALTAR

No fue mi único aborto. Hubo varios más. Nunca tuve tiempo de decirle de nuevo a Sacramento que estaba embarazada. Simplemente a las seis u ocho semanas se reestablecía mi período, pero yo sabía que ahí iba un bebé. Solo un par de veces hubo algo que sepultar debajo de la madreselva. Sacramento nunca se enteró. Yo sentía que los bebés no querían nacer, que preferían morir a quedarse dentro de mí.

Pensé en que era un castigo de Dios porque rompí mis votos religiosos y por no estar casada por la iglesia con Sacramento. Decidí hablar con un sacerdote. Pensé en el padre Francisco.

Él iba a casa a comer o cenar al menos una vez por semana, pero preferí irlo a buscar a la iglesia de San Agustín. Fui a una hora en que no había misas ni confesiones. Quería hablar con él sin interrupciones ni prisas. No quería confesarme, porque sentía que no había cometido pecado alguno; tampoco necesitaba el secreto de confesión. Sabía que, al abrir mi boca, el padre Francisco cerraría la suya.

De inmediato, supo que mi visita no era de carácter social. En su oficina me ofreció una silla y acercó otra para él. Él sabía de mi primer aborto, pero no de los demás; yo le expuse que creía que era un castigo de Dios por no estar casados por la Iglesia.

—Si Dios le negara hijos a los que no están casados por la Iglesia, entonces los que no son católicos o cristianos no los tendrían —me dijo—. Dios no castiga a nadie con eso, simplemente son factores naturales que complican un poco las cosas, pero no debes perder la esperanza, hija.

Esas palabras me tranquilizaron, pero aún estaba lo otro. Lo de mis votos religiosos. No entré en detalles ni le dije mi nombre verdadero ni de dónde era. Solamente le dije que por ser hija ilegítima me habían obligado a profesar de monja en un convento, en el cual permanecí por casi diez años, pero que terminé fugándome de él y adoptando el nombre de una muerta. No sé qué hubiera hecho si el padre me hubiera pedido que hiciera pública la verdad de mi vida. Creo que no hubiera podido hacerlo.

El padre Francisco se puso de pie y me pidió lo siguiera. Atravesamos la iglesia, vacía a esa hora, y entramos al bautisterio. Ahí me pidió que me pusiera de rodillas. Al hacerlo me dijo:

—“Por la autoridad de Dios Omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y la mía, te quito del hábito religioso y te desnudo del adorno de la Religión, y te despojo de todo orden, beneficio y privilegio religioso; y por haber sido obligada a una profesión eclesiástica, te devuelvo al estado y hábito seglar. Amén”.

A continuación, tomó agua bendita y la derramó sobre mi cabeza, mientras decía:

—“Por la falta de amor y de compromiso que tuvieron tus padres, que te bautizaron, yo te bautizo de nuevo con el nombre de María Regina Herrera Moro. En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo. Amén”.

Al terminar me ayudó a ponerme de pie y me dijo:

—Hija. A ti y a Sacramento, al igual que a muchas personas, les ha tocado una vida muy difícil, sin embargo, no han permitido que su pasado afecte su felicidad y la de las personas a su alrededor, por lo cual tienen derecho de reiniciarla como nuevas personas. Le voy a decir a Sacramento que ya es tiempo de casarse contigo como Dios manda.

Varios días después, mientras preparaba la cena, oí que tocaron a la puerta. Doña Rita acudió a abrir, al regresar me dijo que me buscaba un señor, pero que se había negado a pasar a la sala. Me quité el delantal y salí, intrigada, a ver quién era. Era Sacramento. Estaba vestido con su traje negro, camisa blanca y corbata oscura. Estaba al pie de su recién lavada camioneta negra y llevaba un pequeño ramo de flores en la mano. Al verme me dijo:

—Encontrarte fue lo más maravilloso que me ha sucedido en la vida, y no me canso de dar gracias a Dios por haberte encontrado después de buscarte tanto tiempo. Por eso mismo quiero poner a Dios de testigo de mi juramento de quererte y cuidarte toda mi vida. María Regina Herrera Moro de Guajardo… ¿Quieres casarte de nuevo conmigo?

Como la vez anterior, los ojos se me llenaron de lágrimas y no pude responder, pero lo abracé muy fuerte, antes que lo pensara de nuevo y se echara para atrás.

La boda fue en el templo de San Agustín y la ofició el padre Francisco. Fue mi reconciliación con la Iglesia. La fiesta fue muy íntima, con los mismos invitados de la boda anterior… y otros ciento cincuenta más que no pude, ni quise, impedir que Sacramento invitara. En honor a Altagracia volví a usar el vestido que me regaló, pero ya no era virgen y no podía ir totalmente de blanco. Pensé que, si por cada vez que lo hice con Sacramento, le ponía una lentejuela de color al vestido, parecería china poblana, así que decidí usar el rebozo verde que Altagracia robó para mí. También le agregué un collar y aretes de oro y esmeraldas que me regaló Sacramento. Según él para que hicieran juego con el anillo.

Cualquiera que no supiera que Sacramento no tomaba, hubiera pensado que andaba bien borracho. Sí, andaba borracho, pero de felicidad… y yo también.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.