Me Vale Madre La Voluntad de Dios

XXIV.2 EL EGOÍSMO DE UN PADRE

XXIV.2 EL EGOÍSMO DE UN PADRE

Desvié la mirada a una de las higueras, donde un gorrión picoteaba un higo, y fingí que no escuché su pregunta. Luego miré de nuevo a la madre Natalia y me atreví a preguntar:

—Si no es indiscreción… ¿Cuáles fueron sus circunstancias?, ¿profesó por vocación?

La madre Natalia volteó la mirada para seguir al gorrión, que voló a otro árbol; sin mirarme, y con una sonrisa triste, respondió:

—Por fea.

Creí que había escuchado mal la respuesta, porque en ningún lado se le veía fealdad: era bajita y morena, pero tenía una preciosa cara de muñeca y una sonrisa que iluminaba todo a su alrededor.

—¿Fea? Disculpe, madre, pero nada tiene de fea. Usted es muy bonita.

—Gracias, hija —contestó sonriendo con algo de amargura—, pero, como te dije antes, hay una fealdad relativa, la fealdad en comparación. Si conocieras a mis hermanas sabría a lo que me refiero. Ellas salieron altas, blancas, bonitas, finas, no como yo… Pero eso no es todo, hay otra fealdad peor: la que te están constantemente echando en cara. Mis hermanas son mayores que yo. Son muy buenas y me quieren mucho; me veían bonita… me veían con ojos de amor. Para mi mamá yo era su muñeca, así me decía; pero mi papá y mi hermano no se cansaban de decir lo fea que había salido yo. Siempre me decían que nunca me iba a casar y que ni para monja iba a servir.

Quise acercarme a la madre Natalia y abrazarla, pero no me atreví. Ella continuó hablando.

—Para mi papá lo más importante era él mismo, en segundo lugar mi hermano, en tercer lugar mis hermanas, en cuarto lugar mi mamá, y en quinto lugar yo.

Me animé a interrumpirla para satisfacer una curiosidad que tenía desde hacía mucho tiempo:

—Madre, usted toca el piano muy bien, ¿dónde aprendió?

—Mi papá me enseñó a tocar piano y órgano. Él era el organista de la catedral, y además tenía una pequeña orquesta para amenizar bailes y eventos. En ocasiones mis hermanas y yo tocábamos en su orquesta. Yo también toco el violín, pero mi papá me decía que me pusiera atrás del piano, dónde no me vieran.

Cuando la madre Natalia habló de la orquesta, me vino a la mente la boda de mi hermana Marie Louise y recordé a dos violinistas. No recuerdo haber puesto atención en quien tocaba el piano en esa orquesta.

Aproveché que la madre Natalia había abandonado su natural reserva y le hice otra pregunta:

—¿Cómo decidió profesar en el convento?

—Mis hermanas mayores tuvieron muchos y buenos pretendientes. Mi padre se sintió orgulloso de poder emparentar con familias de cierta posición y aceptó gustoso sus matrimonios. Gracias a Dios tienen buenos maridos y no tienen problemas económicos. Eventualmente le daban la mano a papá con su orquesta y ganaban algo de dinero extra mientras hacían lo que les gustaba. Yo, ahí dónde me ves —me dice con una sonrisa pícara—, también tuve mis pretendientes, pero mi papá y mi hermano les encontraban muchos defectos y los espantaban. También me decían que era por mi bien, que no querían que me dejaran vestida y alborotada frente al altar. A escondidas tuve un pretendiente que me propuso matrimonio. Se llamaba Felipe Carrillo Solís. Era profesor de primaria. Con el apoyo de mamá y mis hermanas, me armé de valor y le dije a mi padre que iban a pedir mi mano. Me miró a los ojos y, muy serio, me respondió: “Claro, hija. ¿Qué día vienen?” No podía creer lo fácil que había sido todo. Si hubiera sabido que el apoyo de mis hermanas era tan valioso, les hubiera pedido su ayuda desde hacía tiempo.

Establecimos la fecha de petición de mano para dos semanas después. Nunca en mi vida había sido tan feliz. Estaba emocionada; mi mamá y mis hermanas también lo estaban. Empezamos a ver diseños para el vestido de boda, e incluso separamos cita con una costurera. El día de la petición, llegó mi novio con sus papás y padrinos. Lo recibimos papá, mamá y yo. Mis hermanas estaban en sus casas y mi hermano mayor se fue a visitar a su novia. Recuerdo que le pedí que nos acompañara; sinceramente yo esperaba una respuesta burlona, pero me sonrió con ternura, se acercó a mí y, cosa rara en él, me abrazó, me besó en la frente y me dijo: “No puedo, manita. Además, prefiero no estar presente”.

Yo estaba muy nerviosa de tan feliz que me sentía; de reojo miraba a Felipe y él me miraba a mí. Después de las habituales pláticas de cortesía, los padrinos de petición de mi novio expusieron el motivo de su visita y expusieron todas las cualidades que tenía Felipe para ser merecedor de mi mano y ser un buen esposo y padre de familia. Los padres de Felipe asentían orgullosos a todas esas afirmaciones.

Cuando habló mi papá dijo que estaba complacido de que un hombre con tantas cualidades como Felipe se quisiera casar con su hija; que él con gusto concedería su mano… Cuando oí a mi papá decir eso, comprendí que mi papá me amaba; que todos sus rigores, todas sus durezas, eran para fortalecerme, para protegerme de los desengaños y las decepciones. Volví a poner atención a mí papá cuando lo oí hablar de la fecha de la boda:

“—…a mí, en lo particular no me gustan los noviazgos largos —todos asintieron—. Los novios tienen suficiente tiempo para conocerse cuando se casan ­—todos reímos— pero hay un pequeño inconveniente: Mi hija no se puede casar. Ella ya lo sabía. Ya lo habíamos hablado. El deber de ella, al ser la menor de mis hijas, es quedarse soltera para cuidarnos a mi señora y a mí en nuestra vejez, la cual ya está tocando a la puerta —nadie se rio—. Ustedes saben que eso manda la tradición —nadie asintió—. Así que, señores, lamento mucho que mi hija les haya hecho perder su tiempo, pero ahora ya lo saben y pueden marcharse”. Todos se levantaron y salieron.




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