Me Vale Madre La Voluntad de Dios

XXIV.3 EL CUARTO MANDAMIENTO

XXIV.3 EL CUARTO MANDAMIENTO

—¿Imaginas qué se sentiría si el Cerro del Pueblo te cayera encima? —me preguntó la madre Natalia, interrumpiendo su relato—. Se siente que algo muy pesado te aplasta y no puedes moverte, no puedes oír, no puedes hablar, no puedes llorar. Sólo podía ver las lágrimas rodando por las mejillas de mi mamá.

Yo también vi las lágrimas caer por las mejillas de la madre Natalia. Sentí caer las mías por mis mejillas. El Cerro del Pueblo también me aplastaba, me impedía moverme y hablar para consolarla. Seguí escuchando su relato:

—Papá se levantó. Nos miró a mamá y a mí y nos dijo: “Ahora ya lo saben las dos. No quiero volver a oír del asunto”. Se puso el sombrero y salió a la calle. No pude dormir esa noche pensando por qué mi papá había aceptado la petición de mano si ya tenía planeado negarse. Ya casi amanecía cuando lo entendí: lo hizo para desanimar a futuros pretendientes; para que todos supieran que yo no me podía casar; para que todos supieran que había intentado desobedecer a mi padre. Funcionó. Nunca nadie me volvió a pretender. Felipe encontró otra novia y se casó. El día de su boda decidí que si no podía tener la vida que soñaba, tampoco iba a vivir la que mi padre quería. Decidí meterme de monja.

—Pero… ¿Cómo le hizo para hacerlo sin la aprobación de su padre? Imagino que él la quería tener en casa, no en el convento.

—Lo obligué a aprobarlo.

La madre Natalia debió haber visto mi expresión de duda porque continuó:

—Fui a hablar con el obispo, monseñor Jesús María Echavarría. Él me conocía porque frecuentemente yo practicaba en el órgano de Catedral. Le conté mi situación; me miró comprensivo y me dijo que había observado la manera “tan peculiar” en que mi padre me trataba. También le manifesté mi intención de profesar como monja. Me felicitó, pero le dije que mi padre no estaba de acuerdo. Me dijo que iba a hablar con mi padre para obtener su permiso de ingresar al convento. Yo le agradecí por su atención, le dije que conocía muy bien a mi padre y que nunca iba a dar su aprobación. Le dije que lo mejor sería olvidar mi ingreso al convento. Monseñor me tomó de las manos y me dijo: “Hay ocasiones, hija, en que es necesario desobedecer la voluntad paterna, aunque esto signifique ir en contra del cuarto mandamiento”.

Cuando escuché esto, no pude evitar recordar la actitud tan diferente que tomó monseñor Echavarría respecto a mi ingreso al convento. Sus palabras las llevaba grabadas en mi memoria: “…la mayor obligación de los hijos es obedecer la voluntad paterna, así lo manda el cuarto mandamiento”. Dejé de pensar en eso al oír a la madre Natalia continuar su relato.

“¿Tienes confianza en mí, hija?”, me preguntó el señor obispo. Yo respondí afirmativamente y me dijo: “Ten paciencia, hija. No te voy a fallar. Te lo aseguro”. Monseñor me miró de tal forma que supe que lo lograría. Un par de meses después, un 22 de noviembre, hubo una misa y un banquete para festejar a los músicos, pues era el día de su santa patrona: Santa Cecilia. El señor obispo pidió la palabra para hacer un brindis y en él quiso reconocer la trayectoria de un músico que había entregado toda su vida a la Iglesia, y mencionó el nombre de mi padre, a quien le pidió acercarse para darle un pequeño reconocimiento especial. Mi papá se sintió orgulloso y complacido de ese “homenaje” que hacían a su labor. Después de entregarle una medalla, el señor obispo pasó, afectuoso, su brazo sobre los hombros de mi padre, quien se mostraba muy ufano por esa distinción. El señor obispo continuó halagando a mi padre con su mensaje; pidió que se le diera un fuerte aplauso porque no sólo había entregado su vida a la Iglesia, sino que ahora le ofrecía algo más valioso: a su hija, quien profesaría de monja.

Todo mundo se puso de pie para aplaudir a mi padre, quien agachó la mirada al piso. La gente lo tomó como muestra de humildad y aplaudió con más entusiasmo. Yo supe que inclinó la cara para que nadie viera el coraje que estaba sintiendo. ¡Hecho estaba! ¡Ya tenía su autorización para ingresar al convento!

Mi mamá y hermanas me dijeron que hubieran querido otra cosa para mí, pero que estaban felices porque sabían que era la mejor opción que tenía. Mi papá solo me miró con indiferencia y me dijo: “Te saliste con la tuya, chingada. Pero no se vale que hayas metido a hombres con faldas en un asunto que no les importa”.

En mi ceremonia de profesión, mi papá tuvo que fingir una felicidad que no sentía, incluso trajo su orquesta para interpretar el Ave María y otros himnos religiosos. Lo único que lo hizo realmente feliz fueron los halagos y felicitaciones que recibió de la gente, por esa “gran muestra de amor paternal” que estaba haciendo en honor a su “amada hija”. Yo era feliz. Decidí tomar mi nueva vida con optimismo y dedicación. Hubiera preferido no ser monja, pero si la vida me había llevado a eso, lo haría lo mejor que pudiera. Decidí que iba a ser feliz en el convento.

La madre Natalia hizo una pausa. Volví a ver en su rostro la sonrisa y la serenidad. Continuó su relato:

—Soy feliz, hija. Mi mamá y mis hermanas vienen muy seguido a visitarme y traen a mis sobrinos. Algunas veces consigo permiso para ir a visitarlas un domingo. Mi papá… —aquí su expresión volvió a ser triste. Parecía que se iba a quebrar su voz, pero se recompuso y continuó—. A mi papá nunca le volví a ver. Nunca me visitó. Murió dos años después, por culpa de unas faldas —sonrió, con algo de ironía—, pero no faldas de obispo, faldas de mujer. Un marido ofendido lo sorprendió en la cama de su esposa y los mató a los dos a balazos.




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