XXV.2 UN LUGAR BONITO
La comadrona y doña Rita enmudecieron. No oí el llanto del niño. Vi a la partera envolver su pequeño cuerpo y limpiarle la carita, antes de dárselo a doña Rita. Ella se acercó a mí y yo adiviné lo sucedido en la expresión de su cara.
—¿Quiere verlo? —me preguntó con tristeza.
Yo asentí y puso el bebé en mis brazos.
—Era niño —me dijo con ternura.
Yo besé su carita y quise peinar su pelo, pero doña Rita me dijo:
—No lo mire ahí.
Después de unos momentos me quitó suavemente el cuerpo y se lo llevó. Luego supe que tenía hundido el cráneo. Nunca hubiera vivido.
Me dormí. Era mi cuarta noche sin Sacramento. Era tarde, al día siguiente, cuando abrí los ojos. Sacramento estaba a mi lado, dormido en una silla. Traía la misma ropa con la que se fue y barba de cinco días. Le tomé las manos para revisar si traía marcas de alambre de púas, pero no, sólo las traía sucias de tierra oscura.
Al tocarlo, Sacramento despertó y se hincó al lado de mi cama. Me besó la mano y sus lágrimas brotaron cuando me dijo:
—Perdóname por no cumplir mi palabra de estar siempre contigo para cuidarte.
Que le podía decir. Sólo le acaricié el cabello y lo peiné con los dedos. Estuvo así unos momentos. Luego levantó la cara y me dijo con una sonrisa triste:
—Vino Francisco temprano. Enterramos al bebé al pie de la madreselva. Es un lugar bonito.
Era muy feliz con Sacramento, con Romi y con Toño, pero mi sueño fue tener varios hijos. Ya había cumplido treinta y seis años y aún no lo lograba. Me conformaba, al menos, con tener uno. Un hijo mío y de Sacramento.
Un día acepté el consejo de la señora que venía a lavar y a planchar, y fuimos a buscar a una curandera por el rumbo dónde vivía con Altagracia, pero varias cuadras más allá, en calles más pobres. Le pedí a la señora que me esperara afuera y entré.
Me recibió una anciana de aspecto campesino; me llevó a un cuarto pintado de blanco, con las paredes cubiertas de estampas de santos y vírgenes. No había mueble alguno, excepto por una pequeña mesa con algunos objetos. La anciana me preguntó:
—¿Qué andas buscando?
—Un hijo —le respondí.
Sonrió, con algo de ironía, y me dijo:
—Si lo que quieres es que no te deje tu marido, mejor te hago un amarre. No hay porqué meter a los hijos en eso.
—Tiene razón —le dije—. Pero mi marido me quiere con hijos o sin hijos. Yo quiero un hijo para quererlos a los dos.
—Eres afortunada al tener un marido así —me dijo—. ¿Es él afortunado?
—Si lo hago sentir afortunado, yo me siento afortunada —le respondí.
—Se ve que eres huérfana —me dijo.
—En cierto sentido lo fui —le respondí sin mirarla.
—¿Cuántos años tienes?
—Treinta y seis.
—¿Has estado embarazada?
—Varias veces, pero siempre… —no pude continuar hablando. No quería llorar.
—No te preocupes. Es fácil lo que quieres, pero ¿estás segura de lo que pides? Un hijo es cosa seria; hay que ayudarlos a cumplir su destino —me dijo.
—Lo sé —le respondí—. Estoy segura de que quiero un hijo.