XXV.3 DIOS DECIDIÓ
La señora encendió un poco de incienso copal en un pequeño brasero y lo pasó por todo alrededor de mi cuerpo. Luego lo dejó humear en la mesa mientras preparaba un manojo con romero, ruda, salvia, albahaca y pirul. Salió un momento del cuarto y regresó con un clavel blanco recién cortado. Me dijo:
—Solo tengo claveles blancos ¿Estás buscando niño o niña?
—No. Eso no es importante. Solo quiero ser madre —le respondí.
—Que bien –dijo—. Cuando me piden un sexo en específico, no las ayudo. Los hijos se reciben, no se escogen. El clavel rojo es para niños y el rosa para niñas; con el blanco, Dios decide.
Ató todo con un listón rojo y lo sumergió en agua que tenía en una jarra.
Cuando estuvo listo el manojo, se puso frente a mí, encendió un cirio pascual y lo acercó a mi vientre, mientras murmuraba unos rezos. Luego tomó una botella con agua de hierbas, vertió un poco en sus manos y comenzó a untarla en mis brazos y piernas. Le dio un trago a una botella de alcohol y me pidió cerrar los ojos. Acto seguido, escupió el líquido en mi rostro, cuello, nuca y cabeza.
Con los ojos cerrados, pude sentir como sacó el ramo de la jarra y comenzó a pasarlo de mi cabeza hacia abajo, por mis brazos, por la espalda, el pecho y el vientre en repetidas ocasiones. Mientras tanto decía oraciones donde hablaba de protección, de alejar los malos espíritus y pedía que llegara la luz.
Al terminar le quitó el listón rojo al manojo. Las hierbas las envolvió en papel periódico y me pidió que las quemara en mi casa. El listón me lo dio y me dijo que lo prendiera a la ropa, junto a mi vientre.
Al despedirme le pregunté cuánto dinero le debía pagar.
–No cobro por tener hijos. Les cobro a quienes piden otras cosas, pero debes pagar por lo que vas a recibir. Cuando te marches busca a personas necesitadas en la calle y reparte entre ellas al menos diez pesos.
La primera persona necesitada que vi fue la señora que me lavaba y planchaba. Le di diez pesos. Repartí veinte pesos más entre distintas personas que pedían caridad en la calle.
Un mes después supe que estaba embarazada de nuevo. Esperé a que Sacramento lo descubriera en mi vientre. Cuando lo hizo se puso contento, pero no como antes. Veía una sombra de preocupación que oscurecía su mirada. Yo tampoco me quise hacer ilusiones. Ya llevaba demasiadas decepciones. Pasado el séptimo mes, vi a Sacramento esperanzado. En el octavo mes estaba ilusionado. Los días anteriores al parto estaba realmente emocionado. El doctor me revisó y dijo que todo estaba bien, que con la ayuda de la comadrona sería suficiente, pero estaría listo por si lo necesitaban. La comadrona iba a revisarme todos los días, más por complacer a Sacramento que por necesidad.
El día esperado me levanté y le di de almorzar a Sacramento a pesar de sus protestas:
—Quiero estar segura de que te vas a trabajar y no estés aquí estorbando —le dije con una sonrisa. Fue contraproducente; cada media hora mandaba a Toño a investigar si todo andaba bien. A la hora de la comida, Romi los atendió. Doña Rita estaba ayudando a la partera.
No fue un parto largo, difícil o especialmente doloroso. Cuando oí el llanto me sentí feliz. Cuando oí a la partera decir que todo estaba bien, me sentí más feliz. Pero cuando doña Rita me dijo que era una niña, me sentí morir de felicidad. Era lo que quería Sacramento.
Cuando él entró y lo supo, lloró y rio de alegría. Me besaba a mí y abrazaba a Romi, a doña Rita y a la partera.
Romi y Toño estaban encantados de tener una hermanita. Sacramento se comportaba como el hombre más dichoso del mundo; al verlo yo me sentía la mujer más dichosa. Más contento se puso cuando vio que la niña tenía ojos azules.
—Así los tenía mi hermana —dijo.
La bautizamos como se llamaba ella: Mariana de las Mercedes.