Me Vale Madre La Voluntad de Dios

XXVI.2 SALIENDO DEL CONVENTO

XXVI.2 SALIENDO DEL CONVENTO

Si las religiosas sabían que yo no tenía vocación para profesar, si no estaba a gusto en el convento y si tenía una actitud tan retadora, ¿por qué no me expulsaban de la congregación? ¡Porque me necesitaban! En parte tenían la esperanza de que yo me doblegara, que aceptara mi destino, que me resignara a pertenecer a la comunidad. Una comunidad religiosa necesita tener nuevos miembros para seguir existiendo. Por otra parte, era cuestión de dinero: si yo abandonaba la congregación antes de diez años, el convento perdería la casa con la cual me dotaron mis padres al profesar.

Lo que eran las cosas: toda la cuestión giraba en torno a una casa. Si mis padres me la hubieran otorgado a mí, hubiera tenido dónde vivir, sin tener que ser monja, pero hubieran tenido que seguirme considerando hija suya. Si querían deshacerse de mí, le tendrían que dar la casa a las monjas, y ellas aguantarme al menos diez años para podérsela quedar. Mis hermanas no me querían en sus casas, pero a la vez les convenía que abandonara el convento, así, mi padre les heredaría a ellas la casa. Si mi familia hubiera sido pobre o si no hubiera existido esa casa, yo no hubiera entrado al convento o me hubieran expulsado desde hacía tiempo. Mientras tanto ahí estaba, envejeciendo. A veces pensaba que lo mejor era aceptar mi destino y quedarme ahí para siempre, porque, aunque mamá fuera y me sacara, ya me había quedado para vestir santos, ya se me había pasado el tren, ya no iba a conseguir marido. Ya era una solterona; así como la señorita Virginia de Hoyos Ábrego y, como ella, tendría que vivir de arrimada con alguien y trabajar de maestra particular. Al menos estaba segura de que no sería tan mala maestra como ella.

Ya tenía varios años sin ver a mi mamá. Tenía miedo que se hubiera olvidado de mí; miedo de permanecer más años encerrada ahí; miedo de arriesgarme y salir. En el fondo de mi alma abrigaba la esperanza de que fuera a buscarme, de poder salir como lo hicieron otras religiosas.

Una de las que abandonó la congregación fue la hermana Liliana. La recuerdo bien: alta, delgada y muy pálida. Me sorprendió que hubiera abandonado la congregación, pues era una de las hermanas con más fe y más vocación que yo había visto. Al igual que yo, ya había pronunciado sus votos perpetuos. No la conocí muy a fondo porque era una persona muy reservada. Un día vi que sus padres la estaban esperando en la sala de visitas. Me llamó la atención porque era un día entre semana. Los saludé cordialmente, pero me sorprendió que su saludo fuera frío, un tanto hostil. No le di importancia y proseguí mis tareas. Casi de inmediato salió la hermana Liliana, vestida con ropa civil y una pequeña maleta. No pude evitar preguntarle:

—¿Pasa algo, hermana? ¿Está todo bien en su casa?

La hermana Liliana se detuvo a mi lado. Puso la maleta en el piso. Me abrazó y me dijo:

—No, hermana. Todo está bien. Muchas gracias por todo. Me voy del convento.

No lo podía creer. Quizá ella era la que más vocación tenía y se marchaba… Solo pude murmurar:

—¿Por qué?

Con gran tristeza me miró a los ojos y dijo en voz baja:

—Usted sabe bien por qué las religiosas pierden la fe. Yo la perdí. La vida en el convento es totalmente distinta a lo que nos dicen. Me dejé engañar y cometí un gran error al entrar, pero lo voy a remediar al salir.

Me besó. Tomó su maleta y se encaminó a la puerta. Sus padres se pusieron de pie. Su madre me sonrió con cariño, su padre se despidió con una respetuosa inclinación de cabeza y salieron con su hija. Rogué a Dios que la acompañara y encontrara la felicidad que merecía.

La historia de la otra religiosa fue diferente. Con algo trágico, con algo cómico. Ella se llamaba Rebeca Sánchez Valdés. Apenas era novicia. Tenía unos cuantos meses en el convento, pero se notaba que ansiaba la vida religiosa. Una vez, en el jardín, tuvo un ataque: cayó al piso, empezó a estremecerse y a convulsionar, echando espuma por la boca. Una religiosa que la acompañaba no supo cómo reaccionar y se quedó asustada viéndola, hasta que pasó el ataque y la hermana Rebeca se incorporó. Un par de meses después se repitió el episodio, pero ahora en la capilla, durante la misa. Varias religiosas perdieron el control y se pusieron histéricas. Yo, tal y como lo leí en una novela, tomé un pañuelo doblado y lo puse entre sus dientes para que no se los quebrara con el esfuerzo. Cuando el médico la diagnosticó, resultó que era lo mismo que yo había leído en la novela: epilepsia. Las madres superioras decidieron que su enfermedad le impediría cumplir “los rigores” de la vida conventual y decidieron pedirle a su familia que fuera a recogerla.

Recuerdo cómo lloró la hermana Rebeca al enterarse de que no podía ser monja; lloró más aún cuando su mamá y su hermano mayor vinieron por ella. Se me partió el corazón al ver su desdicha. Era contradictorio: ella moría por quedarse y yo moría por marcharme. Fui testigo de su partida porque a mí y a otra hermana nos encomendaron empacar sus pertenencias.




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