XXVI.3 YÉNDOSE DE NALGAS
Cada monja, al ingresar al convento, debía llevar tres juegos de ropa de cama. Cuando abrimos el baúl de la hermana Rebeca nos quedamos sorprendidas al ver sus sábanas, fundas, batas y sobrecamas primorosamente bordadas a mano con diversos motivos de flores, aves, ángeles y otras cosas. Eran una obra de arte. Las guardamos en una caja de cartón y salimos con ella de la habitación. En el camino nos encontramos a la madre Loreto, quien nos preguntó qué llevábamos ahí; al responderle pidió que abriéramos la caja para revisar el contenido. Al ver la ropa de cama, sus ojos brillaron de ambición y avaricia; nos ordenó llevar la caja a su oficina, diciendo que ella se encargaría.
Cuando la hermana Rebeca se fue del convento se llevó su caja y se llevó sus sueños de ser religiosa, pero el asunto no terminó ahí.
Al día siguiente, muy temprano, llegó la mamá de la hermana Rebeca, acompañada de dos de sus hijos. Exigió hablar con la madre superiora, de parte de doña Rebeca Valdés viuda de Sánchez. Ella era una mujer muy fuerte, quien tuvo que criar a sus siete hijos sola, con una pequeña tienda de abarrotes que puso en su casa, allá por el rumbo del molino de La Goleta. La madre Clemencia mandó preguntar qué se le ofrecía. Doña Rebeca traía la caja de ropa de la hermana Rebeca; la abrió, empezó a sacar la ropa de cama y a arrojarla al piso. No era la primorosa ropa de cama bordada a mano, ¡No! Eran un montón de sábanas y fundas viejas, manchadas, percudidas y remendadas. Exigía la ropa de cama de su hija.
La madre Clemencia prefirió no enfrentarla, le ordenó a la madre Loreto que le entregaran su ropa de cama a la señora. Hicieron esperar a doña Rebeca casi media hora, con lo cual aumentó su justificado enojo. Al cabo de ese tiempo salió la madre Loreto con la ropa de cama bordada; la puso, de mal modo, en la mesa de la sala y le dijo a doña Rebeca:
—¡Aquí está la ropa! ¡Ya no ande llorando por unos trapos viejos!
La madre Loreto estaba acostumbrada a que todo mundo se plegara a su voluntad y autoridad, y no esperaba la reacción de la señora. Con una seña, doña Rebeca les indicó a sus hijos que tomaran la ropa; luego se acercó a la madre Loreto y le dio tan fuerte golpe en la cara ¡con el puño cerrado! que la madre Loreto cayó de espaldas. Furiosa, doña Rebeca le dijo:
—¿Trapos viejos? ¡Trapos viejos los que me quiere dar, maldita! ¡Prefiero llorar por unos trapos que me costaron comprarlos y bordarlos, que robarlos como usted! ¡Méndiga monja ratera! ¡Muerta de hambre!
La madre Loreto retrocedió arrastrándose cuando doña Rebeca se acercó un poco a ella, pero sólo fue para agregar:
—Y le dejo sus trapos viejos para que se los meta en el fundillo. Que hasta el colchón le ha de caber ahí ¡Monja desgraciada!
Quien sabe que más le hubiera dicho doña Rebeca a la madre Loreto si no hubiera sido por la intervención de sus hijos, quienes, suavemente, la tomaron del brazo y la encaminaron a la puerta. Desde ahí, doña Rebeca hizo el amago de acercarse de nuevo a la madre Loreto, quien se arrastró de nalgas hasta la pared. Antes de irse, doña Rebeca todavía le alcanzó a decir:
—¡No sé qué sea más fea, si su cara o su alma!
Después de ese incidente me dieron unas tremendas ganar de bordar. Me conseguí unos aros, unas hilazas y un trozo de tela y me puse a bordar un pañuelo. Cada vez que podía se lo mostraba a la madre Loreto y, toda inocente, le preguntaba:
—¿Le gusta mi bordado? Cuando termine le voy a bordar un juego de cama tan bonito que se va ir de nalgas, madre.