XXVI.4 ATRAPANDO RATONES
Para sustituir a las religiosas que morían o que abandonaban la congregación, era necesario que ingresaran nuevas postulantes, para esto se debían promover las vocaciones. Las monjas siempre estaban atentas tratando de ver la más mínima señal de vocación religiosa en alguna niña o joven para fomentarla, hasta que aceptara ingresar a la comunidad. Esa labor de promoción la realizaban las religiosas que habían profesado por una verdadera vocación, que creían en Dios y en la Santísima Virgen, que amaban al prójimo como a sí mismas. Para ellas era lo más natural y correcto del mundo el cultivar en las demás ese sentimiento que las había llevado a estar cerca de Dios.
Había niñas y jóvenes que no tenían vocación religiosa, pero también eran importantes candidatas para ingresar a la congregación. Eran aquellas muchachas que se sentían infelices por conflictos familiares, o porque no podían o no querían casarse. Muchachas para quienes el convento representaba una forma de escapar de su realidad y de encontrar protección. Ignoraban que la vida religiosa no les iba a permitir huir, y que el convento no las iba a proteger de ellas mismas.
Para las posibles candidatas, con o sin vocación, se realizaban las llamadas “visitas vocacionales”, en las que, durante un par de días, la aspirante participaba de la vida de la comunidad y convivía con las religiosas. Esos días debíamos representar ante ellas la farsa de ser una auténtica familia de hermanas. Durante esas visitas realizábamos las habituales actividades, pero en un ambiente de juegos, cantos, risas y felicidad. Las oraciones y la Santa Misa estaban envueltas en una atmósfera de profunda devoción y sublime espiritualidad. Muchas religiosas lo hacían con una absoluta sinceridad que les brotaba del fondo de su alma, para otras, incluyéndome a mí, era sólo una manera de representar el papel que la vida nos había asignado. Recuerdo que me esforzaba por fingir una fe y una entrega que no sentía, porque creía que la aspirante se iba a dar cuenta que mi vida como religiosa era sólo una farsa, que únicamente servía para ocultar mi fracaso como persona.
¡Claro que mi vida era una farsa! Como lo era para muchas otras religiosas, como las madres Clemencia, Carmen y Loreto, que, como la Santísima Trinidad, presidían la mesa en las comidas y, en esas visitas vocacionales, se esforzaban por mostrar una imagen de comprensión, unidad, misericordia, felicidad y compasión que no sentían. Dios Padre sabía muy bien que el Hijo y el Espíritu Santo se odiaban a muerte y que, fuera de ahí, ni se dirigían la palabra.
Algunas de esas posibles postulantes desarrollaban una preferencia y afinidad con alguna religiosa en particular y, en algunas de esas visitas vocacionales, se permitía que esa religiosa le sirviera de anfitriona y guía personal a la joven, por lo que le daban tiempos y espacios para tener conversaciones vocacionales privadas. En algunas ocasiones se les permitía compartir la misma celda para que pudieran prolongar sus charlas, meditaciones y oraciones durante la noche. Cuando las religiosas anfitrionas eran las hermanas Loreto, Angelita o Adalina, yo percibía algo sórdido y perturbador en sus miradas, palabras y actitudes; algo que me hacía pensar en un gato que atrapa a un ratón y se lo lleva para devorarlo, después de jugar un rato con él.
Una vez me pidieron que promoviera la vocación religiosa de una posible candidata, Amalia Cabello. Me lo pidieron porque yo conocía a su familia, la cual era una de las más importantes de Saltillo. De hecho, yo había conocido a Amalia antes de ingresar al convento. Era un par de años menor que yo y habíamos coincidido en el Colegio Josefino. Si de niña no se caracterizó por ser bonita, de adulta no tenía especial atractivo femenino. Era alta y robusta, de cara redonda y grandes mejillas coloradas.
Durante el primer día la acompañé por el convento y le expliqué las labores que se realizaban en cada una de sus dependencias. Estuve a su lado durante la misa, el rosario y las oraciones. Me senté junto a ella en los alimentos y reímos juntas con los “divertidos” comentarios de la madre Clemencia, pero nunca me atreví, ni siquiera, a insinuarle que debería profesar como religiosa.
El segundo día, antes de marcharse, dimos un último paseo por la huerta. Caminábamos admirando los granados en flor cuando ella me dijo:
—Creo que me va a gustar ser monja aquí.
Una persona no puede decir “creo” cuando es una decisión tan importante, cuando es para cambiar el rumbo de la vida y cuando no hay manera de retractarse. El oír esa palabra me hizo pensar en ella como una mujer, no como una monja.
—¿Crees? —le pregunté—. No, Amalia. No se toma una decisión así diciendo “creo”. Se debe decir “estoy segura”.
Amalia sonrió ligeramente y desvió su mirada. Eso confirmó mis dudas sobre su vocación religiosa.
—¿Tus papás quieren que seas monja? —le pregunté.
—No —me respondió, con voz baja y sin mirarme a los ojos—. A ninguno de los dos les gusta la idea.
No pude evitar pensar en mis propios padres, pero borré ese pensamiento al preguntarle:
—¿Y tus hermanos?
Ella continuó sin mirarme mientras que respondía:
—Tampoco. Dicen que yo no sería feliz en el convento.