XXVI.5 LO FEA NO SE QUITA EN EL CONVENTO
Me hubiera gustado decirle que el convento no lo eligen las mujeres para ser felices, lo eligen para resignarse por no ser felices fuera de él. No se lo quiero decir, porque no quiero que me haga preguntas personales que no quiero responder.
—¿Crees que vas a ser feliz siendo monja? —preferí preguntarle.
—Yo pienso que sí —contestó con una leve sonrisa donde se notaba la esperanza.
—¿Cuántos años tienes? —le pregunto, pero no necesito que me diga la respuesta, yo la sé—. Tienes unos veintiséis años. Ya no eres una niña. ¿Por qué tardaste tanto en descubrir tu vocación? ¿Qué estabas buscando en la vida?
Amalia permanece callada un momento. Está dudando en decir la verdad o inventar una mentira que le ayude a construir la imagen que quisiera dar. Me mira a los ojos y opta por decir la verdad en un susurro:
—Quería tener mi propia familia… Quería tener hijos… Quería casarme…
No sé si en el futuro, las mujeres mexicanas vayan a ambicionar otra cosa que no incluya el matrimonio y los hijos, pero a principios del siglo XX esa es la aspiración que da sentido a nuestras vidas.
Ya sé la respuesta a la siguiente pregunta que le voy a hacer a Amalia, pero quiero obligarla a enfrentar el problema, no a huir de él.
—Y… ¿por qué no te casaste?
Al oír la pregunta, Amalia empieza a reírse, pero no con tristeza, ironía o resignación. Se ríe divertida, casi con alegría.
—¿Me preguntas eso, Lola? —me responde—. No me casé porque nadie me lo pidió; porque nunca tuve novio. No me casé por fea.
—¿Y crees que lo fea se quita en el convento?
No sé si Amalia esperaba una respuesta más amable o más compasiva, pero veo que su expresión cambia de divertida a molesta. Sin embargo, no le doy tiempo a hablar y agrego:
—No, Amalia. ¡En el convento no se quita la fealdad! Al contrario… ¡Aumenta! Sí, Amalia. La soledad, la amargura y la frustración hacen que se marchite muy pronto el menor rasgo de belleza.
Al decirle eso, en mi cara muestro la expresión de comprensión y solidaridad que ella estaba esperando, pero aún no termino de decirle todo lo que le debo decir.
—En el convento tampoco te vas a casar. Eso de los esponsales místicos con Jesucristo no vale. Vas a seguir soltera, vas a seguir siendo señorita y vas a seguir sola.
Amalia me mira sorprendida. Sé que no esperaba esa respuesta de parte de una religiosa. No me importa eso y continúo hablando.
—¿Quieres una familia? ¡En el convento no la vas a encontrar! Las monjas son madres y son hermanas solo de nombre. No de sentimiento. ¿Quieres una familia? —repito la pregunta—. ¡Ya la tienes! Quizá nunca seas esposa o madre, pero puedes ser buena hija, buena hermana, buena tía, buena cuñada, buena prima o buena amiga. No seas infeliz por lo que no tienes, Amalia, mejor trata de ser feliz con lo que tienes ¡Y vaya que tienes mucho! Vive tu vida con optimismo y con alegría, y trata de ser feliz y hacer feliz a la gente que te rodea y verás cómo la gente te busca y se acerca a ti. Una nunca sabe, quizá algún día se acerque alguien realmente importante.
Amalia voltea a verme. En su expresión veo algo distinto, veo como si una luz iluminara su mirada. Está pensando. Está viendo su vida desde otra perspectiva.
La tarde está terminando y para concluir la plática le digo:
—Me acuerdo muy bien de tus tías, las hermanas de tu papá. ¿Cómo quién quieres ser? ¿Cómo tu tía Hortensia o cómo tu tía Norma?
Amalia se ríe y responde de inmediato:
—¡Claro que como mi tía Hortensia! Ella es muy feliz, divertida y cariñosa. En cambio, mi tía Norma está amargada; se la pasa enojada y regañándonos.
—Ya lo ves —le digo—, ninguna de las dos se casó, pero vivieron su vida de manera muy distinta. En tus manos está ser la tía Hortensia o la tía Norma.
Amalia sonríe, y la sonrisa embellece su rostro. Se lo hago saber para que lo use a su favor. Decido dar por terminada la plática cuando oigo que dice:
—¿Te puedo preguntar…
—¡Ya es tardísimo! Tendremos que seguir la plática en otra ocasión.
Sabía que me iba a preguntar algo personal que no quería responder con una mentira y tampoco podía contestar con la verdad.
Un par de semanas después, la madre Clemencia me manda hablar a su oficina. Me dice que recibió una atenta misiva de los padres de Amalia, agradeciendo la orientación que le dieron a su hija, quien decidió no profesar como religiosa. Me pregunta acerca de mi charla con ella. Yo le respondí con la verdad:
—Nunca le dije como iba a ser su vida en el convento, pero le dije como podría ser su vida fuera del convento.
Nunca más me pidieron que tuviera charlas vocacionales con aspirantes.