Me Vale Madre La Voluntad de Dios

XXVIII.2 DIOS LO RECOMPENSARÁ

XXVIII.2 DIOS LO RECOMPENSARÁ

Saqué la cajita de madera, que llevaba oculta en mi hábito y la puse en su escritorio. Ella la tomó, la abrió y preguntó:

—¿Y el dinero?

—No. No hay dinero —le respondí.

—¿Dónde está? —insistió.

—¿Por qué me pregunta por el dinero? ¿Por qué no me pregunta dónde encontré la caja?

Se mantuvo en silencio. Para ella era más cómodo no saber la verdad que enterarse de algo que contradijera sus suposiciones.

—La hermana Adalina la enterró en un rincón del corral.

—¿No sería usted la que la tomó del despacho de la madre ecónoma?

No supe por qué, pero su pregunta no me sorprendió ni me ofendió. Solo sonreí y le respondí:

—¿Y condenarme por cincuenta pesos? ¡No, madre! Usted sabe que yo no necesito dinero. No me sirve dentro del convento y, además, mi familia es de dinero y yo tengo el mío propio. Mucho más de lo que les robaron a ustedes.

Cuando hablé de dinero, vi una fugaz expresión de interés en la mirada de la madre Clemencia, pero se apagó cuando me respondió:

—Muy cierto. Su familia tiene dinero, pero usted no tiene familia. Si la tuviera no estaría en el convento.

La expresión de la madre Clemencia no mostró expresión al decirme eso, pero percibí la intención de cómo y por qué me lo dijo. Me dolió, pero mantuve la calma mientras ella continuaba hablando.

—Su familia somos nosotras; debe hacer a un lado su egoísmo y compartir sus posesiones con la congregación.

—¡Claro que las comparto, madre! Y lo hago con mucho gusto. ¿No disponen ustedes de las rentas de la casa de la calle San Juanito? Lo demás son regalos personales de mis hermanas, los cuales también comparto de manera particular con algunas hermanas de religión y con otras personas…

—Bueno, hermana. No tiene caso que sigamos discutiendo sobre eso —me interrumpió—. Si me permite, tengo otras cosas importantes que hacer.

La madre Clemencia dio por concluida la entrevista; esperaba que yo me retirara de su despacho, sin embargo, permanecí sentada frente a ella.

—Respecto a don Lupe ¿Qué va a hacer? —le pregunté.

—No hay nada que hacer. Como le dije, hermana, ese asunto está en manos del Ministerio Público —respondió.

—Pero usted sabe que es inocente y no puede permitir que se cometa una injusticia con él.

—Mire, hermana —me respondió con absoluta calma—. A este mundo venimos a sufrir y todos esos padecimientos e injusticias nos las va a compensar Dios en el cielo. Estoy segura de que don Lupe va a ser recompensado por estos sufrimientos que está pasando...

—No puedo creer que usted pueda permitir… —intenté decir, pero ella continuó su discurso.

—…y yo, como Madre Superiora, debo cuidar la imagen de la Congregación de Adoratrices Perpetuas del Tepeyac. Debo elegir el menor de los males, aunque esto signifique manchar la imagen de don Lupe, cuyos sufrimientos en esta vida le serán compensados generosamente por Dios en la otra vida.

—No le están manchando su imagen ¡Se la están enlodando! Le están destruyendo la vida y la reputación, la de su familia…

—¡Hermana Cayetana! —me interrumpió—. Ya dije lo que tenía que decir y algún día usted va a entender mis razones. Mientras tanto le ordeno se abstenga de intervenir en este asunto y le prohíbo realizar cualquier tipo de comentario sobre esto, con las hermanas o con cualquier persona. Recuerde que usted pronunció libremente sus votos de obediencia y eso me autoriza a tomar las medidas disciplinarias que juzgue necesarias.

La madre Clemencia se puso de pie, se encaminó a la puerta y la abrió, invitándome a salir.

Sabía a qué medidas disciplinarias se refería: el aislamiento en la comunidad. Eso consistía en no compartir actividades con las demás religiosas, las cuales tendrían prohibido interactuar conmigo, dirigirme la palabra y acercarse a menos de cuatro metros de distancia. Eso sería algo que no podría soportar. Decidí que mi único camino era obedecer, por lo cual abandoné en silencio y cabizbaja su despacho.

El Ministerio Público declaró inocente a don Lupe por falta de pruebas. El anciano vino a pedirle a la madre Clemencia continuar en su empleo, pero ella se negó a recibirlo. Cuando se retiraba derrotado, lo alcancé, le di un breve abrazo de despedida y puse en su mano cincuenta pesos. Le dije:

—Con esto puede poner el estanquillo del que tanto hablaba.

Me di la media vuelta de inmediato y me alejé sin volver a mirarlo a la cara; sin oír su respuesta. Nunca supe que fue de él y su familia, excepto un domingo, en que la hermana Adalina comentó, mientras jugabamos lotería:

—Me enteré que don Lupe puso una tienda de abarrotes. Lo ha de haber hecho con el dinero que nos robó.

Iba a replicar algo, pero la madre Clemencia me detuvo con una mirada de advertencia, al tiempo que decía:

—Hermanas, en sus oraciones les pido que recen por don Lupe, para qué Dios lo perdone por lo que hizo, o para que le dé fortaleza para soportar su sufrimiento, si no lo hizo.




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