XXIX.2 LA PENDEJA DE LA CASA
Un par de días después, Romi llegó hasta donde yo estaba y me abrazó.
—¡Gracias por hablar con Toño, mamá! —me dijo.
Me dio gusto que Toño hubiera elegido a Romi para confiarle sus secretos y sus planes de una nueva vida. Le pregunté a Romi:
—¿Qué te dijo Toño? ¿Qué planes tiene?
—¡Que si quería ser su novia! ¡Se quiere casar conmigo! —me dijo emocionada.
—¡Pero Toño es…
—No, mamá. Toño no es mi hermano. Nos criamos como si lo fuéramos, pero no lo somos —me interrumpió Romi.
Me quedé callada un momento, asimilando la situación y el malentendido que cometí. Luego le pregunté:
—¿Desde cuándo sabías que Toño estaba enamorado de ti?
—Cuando cumplí diez años me di cuenta que Toño era capaz de hacer cualquier cosa con tal de complacerme, pero no le daba importancia; me portaba muy infantil con él y lo hacía enojar —dijo—. Luego empecé a darme cuenta que Toño tenía muchas cosas que no tenía ninguno de los que se acercaban a mí y lo empecé a mirar de otra manera.
—¿Por qué no me hablaste de eso? —le pregunté.
—Porque quería estar segura de lo que siento por él. No quería decepcionarlo.
—Y… ¿estás segura?
—Completamente segura —me dijo.
Esa noche le platiqué todo a Sacramento, excepto mi malentendido, y me dijo:
—¡Vaya, hasta que se atrevió a decírselo!
—¿Cómo, ya lo sabías? —le pregunté.
—Claro que lo sabía. Era muy evidente, pero no quise darme por enterado porque era un asunto de ellos.
—¿Y cómo te diste cuenta?
—Porque Antonio se la pasaba soñando despierto; porque se ponía feliz cuando ella estaba cerca; porque se lo cargaba la fregada cuando Romi tenía sus propios planes, y porque yo viví eso por ti —me dijo mientras me abrazaba.
Al día siguiente, doña Rita me dijo:
—Antonio nunca me lo dijo, pero siempre supe que sentía algo por la niña Romelia. Ya me dijo que ella lo aceptó y que ustedes no se oponen. Ustedes lo conocen; es muy buen muchacho y va a hacerla feliz.
Resultaba que yo era la única pendeja de la casa. Todo mundo lo sabía menos yo. En un descuido hasta Marianita lo ha de haber sabido.
La boda se celebró un año después. Sacramento se comportó como lo que era: el orgulloso padre de ambos novios. No escatimó en gastos de la fiesta de bodas. Les regaló una casa relativamente cercana a la nuestra para que nos visitaran muy seguido, pero no tan cercana como para que no tuvieran intimidad. Antonio no quiso aceptar los muebles que les ofreció. Tenía suficiente dinero ahorrado y llevó a Romelia a que ella los eligiera. Doña Rita no aceptó su invitación de irse a vivir con ellos.
—Casados es casa-dos, no casa-tres —dijo—. Además, ya me acostumbré a vivir aquí; quiero seguir cuidando al coronel y atender a Toño y a Romi cuando vengan a visitarnos.
Al regresar de la fiesta de bodas, Sacramento me abrazó y me dijo:
—Gracias por todo lo que me has dado. Nunca pensé que iba a ser tan feliz como lo he sido. Te quiero.
Esa noche se casaron Romelia y Antonio, pero la noche de bodas fue para nosotros. Cuando Sacramento se durmió yo me sentí segura porque al oírlo roncar sabía que él estaba conmigo. Pero esa noche, su roncar empezó a oírse distinto.