XXX.2 ESCONDIDAS EN EL CONVENTO
Un día en la mañana vino un carruaje al convento. La madre superiora dio la orden de que cuatro religiosas subiéramos a él. Íbamos a la estación del ferrocarril para viajar a Del Río, Texas. Las familias de las otras tres religiosas vinieron a despedirlas. Nadie vino a despedirme a mí. Después de varios años de encierro, me llamó la atención volver a ver Saltillo. Pasamos frente a las casas de varias de mis amigas de la infancia. Me pregunté qué habría sido de ellas.
Nos llevaron a una casa cerca de la estación del ferrocarril. Allá por el templo de El Calvario. Ahí estuvimos esperando. A mediodía nos dieron de comer. Seguimos esperando. En la tarde nos pidieron que nos cambiáramos de ropa. Nos quitamos el hábito, nos pusimos ropa común y un chal o rebozo en la cabeza. Me sentí muy rara al vestir un vestido común. No me sentía yo. Seguimos esperando. Al oscurecer salimos caminando rumbo a la estación, pero en vez de subir al ferrocarril, subimos a un coche de alquiler que nos regresó hacia la parte sur de la ciudad. No sabía a dónde íbamos. No conocía esas calles, en donde casi no había casas, sólo huertas y corrales con altas bardas de adobe. El coche se detuvo frente a una pequeña casa. Estaba a oscuras. Se abrió una puerta. Entramos. Una mujer, con una lámpara de petróleo, nos hizo cruzar el corral y la huerta. Pude reconocer el lugar: estábamos de regreso en el convento. Salimos, de día, por la puerta del frente, en la calle de Las Maravillas, y entramos, de noche, por la puerta de atrás, en la calle del General Salazar. Hicieron eso para que la gente pensara que nos habíamos ido. Cada día se repetía la acción hasta que todas las monjas partieron de día por la puerta frontal y regresaron de noche por la puerta trasera.
Después de eso desmantelamos la capilla y quitamos todos los ornamentos religiosos. Vinieron el papá y los hermanos de una religiosa; levantaron una falsa pared de ladrillo, para ocultar el bello retablo barroco dorado que adornaba el altar. Todos los muebles de la parte frontal del convento los trasladamos a la parte posterior y los acomodamos en los distintos cuartos. Cierto día, nos pidieron que hiciéramos un retiro de silencio en las dependencias al fondo del convento. Cuando terminó, nos dimos cuenta de que unos albañiles habían aprovechado nuestra ausencia para tapiar, con adobes, puertas y ventanas, y separar la parte frontal del convento del resto del edificio. Luego supe que en la parte del frente se instaló una familia de confianza, que puso una tienda de abarrotes. Había una puerta secreta, al fondo de una alacena, que comunicaba a la tienda con el convento; por ahí ingresaban los víveres para las religiosas.
La vida en el convento cambió mucho y la disciplina se relajó un poco. Había menos religiosas que antes. Ya no teníamos misa diaria; a veces pasaban semanas sin que fuera el sacerdote. Cuando había misa era en uno de los pasillos. En un pequeño cuarto había un sencillo altar donde se exponía el Santísimo Sacramento. Tampoco podíamos confesarnos ni comulgar con regularidad.
Las misas fueron sustituidas con ceremonias de adoración al Santísimo y con el Santo Rosario. Los misterios del Rosario se ofrecían por el triunfo de los cristeros; por monseñor Jesús María Echavarría, quien estaba exiliado; por los sacerdotes que sufrían persecución y debían ocultarse; por nuestra Santa Iglesia Católica Romana y por diferentes intenciones. Una vez pedimos por el eterno descanso del alma de un señor llamado Antonio Rodríguez Acuña, quien era el delegado saltillense de la Liga Nacional Defensora de la Libertad de Religión, quien, junto con un compañero, fue fusilado en el Rancho “El Cedrito”, de la sierra de Arteaga, por los soldados del gobierno.
Otro día rezamos por mi primo, Jesús María Dávila, quien, un Sábado de Gloria, vio a un “judas” de cartón, de los que queman ese día, con la figura de un sacerdote, y lo descolgó del poste; por ese motivo fue aprehendido y sentenciado a morir fusilado. Rezamos mucho pidiendo un milagro y que no fuera ejecutado. No supimos si Dios escuchó nuestras oraciones, o el gobernador escuchó la petición del suegro de Jesús María y le dio el indulto, pero el caso es que le perdonaron la vida y lo exilió en Texas. También rezamos por Felipe Brondo, a quien arrestaron por apoyar a los cristeros, pero no lo fusilaron, se lo llevaron preso a las Islas Marías.
Un día soñé con Otilio. Fue algo muy raro, como todos los sueños; él estaba en silencio, con su habitual expresión soñadora, pero algo triste. Estaba vestido de negro; un buitre volaba encima de él. Recordé el poema que me escribió:
“Pasa una rubia, de ojos aceituna, junto a mí:
con los tacones va escribiendo tentaciones;
y yo siento a mi deseo, como un pájaro irascible,
dar debajo del flexible fieltro negro un aleteo.”
Seguía sin poder entender el mensaje del poema, si es que lo tenía.
Varios días después llegó un periódico atrasado al convento; las madres nos leyeron una noticia referente a que un grupo de militares, que preparaba una rebelión contra el gobierno, dirigidos por el general Francisco R. Serrano, fueron arrestados en Cuernavaca, y conducidos a la capital para ser enjuiciados; al llegar a un lugar llamado Huitzilac, Morelos, intentaron escapar, resultando todos muertos en el intento. Entre ellos estaba un abogado y poeta saltillense, llamado Otilio González Morales, quien se hallaba con el grupo al momento de su detención.