XXX.3 EXPULSADAS DEL CONVENTO
En julio de 1928, Obregón fue reelecto en la presidencia, pero no alcanzó a tomar posesión de ella. Fue asesinado dos semanas después, por un cristero llamado José León Toral. Cuando nos enteramos de su muerte, una de las religiosas agradeció a Dios por habernos librado del “perseguidor de los católicos”, y rezamos por José León Toral, pero de nada sirvió, fue condenado a muerte y fusilado meses después.
Con el asesinato de Obregón aumentó la persecución religiosa. Constantemente nos llegaban noticias de sacerdotes fusilados y conventos profanados. La madre Carolita le pidió a Dios que nos mandara una muerte piadosa antes de que fuéramos mancilladas por los soldados del gobierno. La madre Clemencia le pidió que no nos alarmara, que eso nunca ocurriría. Pero, por la expresión de muchas religiosas, comprendí que tenían la misma duda que yo sobre lo que “nunca ocurriría”: o no nos iban a mancillar los soldados del gobierno, o Dios no nos iba a mandar primero la muerte piadosa.
Sentí miedo. Todas sentimos miedo.
Una madrugada nos despertaron. Alguien importante nos mandó avisar que el gobierno se había enterado de la existencia del convento e iban a venir los soldados. Teníamos que marcharnos antes de que llegaran. En un carruaje trasladaron a la madre superiora, a la madre Carolita y a otras dos de las religiosas de mayor edad. Las demás teníamos que ir caminando hasta la casa cercana a la estación del ferrocarril. Antes de partir, la madre Loreto nos dio a cada una un paquete envuelto en tela; nos pidió que lo escondiéramos bien bajo la ropa, que eran objetos religiosos que no debían ser profanados por los soldados. A unas les dio paquetes con reliquias, a otras nos dio paquetes con ostias consagradas. Cuando la madre Loreto me dio mi paquete me dijo:
—Cuídalo mucho. Es el Santísimo. No permitas que nadie lo profane.
Las religiosas fueron saliendo por parejas, para no llamar la atención. Al final sólo quedamos la madre Loreto, una joven novicia, llamada Isabel, y yo. Cuando estábamos en la puerta, un camión del ejército dio vuelta en la esquina y se estacionó frente a nosotras. Un joven oficial bajó de la cabina y se encaminó hacia donde estábamos. La novicia retrocedió un paso y agachó la cabeza; la madre Loreto se cubrió bien el cabello con el rebozo; yo me paralicé un momento preguntándome como debía reaccionar. No sabía con seguridad como se comportaría una mujer de mi edad en esa situación, sólo sabía cómo debía comportarse una monja. La decisión fue fácil y rápida: decidí que no me comportaría como una monja. Eché mi rebozo hacia la parte de atrás de la cabeza para dejar al descubierto mi rostro y parte de mi cabello.
Tratando de mostrar una serenidad que no sentía, esperé a que el oficial se acercara a mí.
—Buenos días —dijo el oficial, tratando de mostrar educación y autoridad en su saludo.
—Buenos días, capitán —lo saludé, mirándole a los ojos, con una leve sonrisa de curiosidad.
—Teniente, señora. Teniente Nicolás Martínez —me contestó.
—¿Teniente? Hubiera jurado que era capitán —le respondí, ampliando un poco la sonrisa, y sin apartar de él la mirada,
El oficial sonrió turbado, bajó un poco la mirada y dijo:
—No, aún no. Espero serlo pronto.
La turbación del oficial me hizo sentir segura; me atreví a tomar la iniciativa.
—Y… ¿Qué andan haciendo por aquí, oficial?
—Nos reportaron que aquí hay un convento clandestino.
Al oírlo, la novicia Isabel no pudo evitar dejar escapar un gemido. Yo volteé a mirarla y le dije con firmeza:
—¿Qué te pasa, Isabel? ¡Si he sabido te hubiera dejado en casa!
Sonriendo de nuevo, miré al teniente y le dije, señalando la puerta.
—Aquí es el convento, oficial, pero llega tarde. Parece que ya volaron las palomas.
El oficial, en vez de entrar, me preguntó:
—¿Usted… es…?
—Lola… Señora Dolores Dávila de Narro, oficial –le respondí, manteniendo una leve sonrisa y sin dejar de mirarlo —. Vivo aquí cerca, a un lado del templo de San José.
—Y… ¿ellas? —me preguntó el oficial, refiriéndose a la madre Loreto y a la novicia.
Señalando a la novicia, le respondí:
—Ella es mi sobrina Isabel. ¡Saluda al oficial, niña! —le dije a la novicia. Pero ella estaba congelada mirando al piso—. Discúlpela usted, oficial, pero ya sabe lo que les cuentan de los soldados. Ella es Loreto, una de las criadas —agregué, sin voltear a verla, pero sintiendo en mi espalda su mirada cargada de odio.
No permití que el oficial empezara a interrogarme y le pregunté:
—¿Van a entrar, oficial? ¿Podemos entrar a echar un vistazo? ¡Por favor! —le dije, tratando de poner cara de curiosidad—. Es que siempre he tenido la tentación de conocer un convento por dentro. Cuando me portaba mal, mis padres siempre amenazaban con meterme de monja. ¿Usted cree, oficial? Me hubieran corrido al segundo día. Ya me imagino de monja... y sin hombres… —sonreí al decir eso, pero luego bajé pudorosamente la mirada, para luego volver a verlo, fingiendo que me sonrojaba.
Observé que unos soldados miraban con descaro a la novicia y a la madre Loreto. Me acerqué a la hermana Isabel, la tomé del brazo con actitud protectora, y le dije al oficial: