Me Vale Madre La Voluntad de Dios

XXX.4 POR DIOS QUE NO PUEDO

XXX.4 POR DIOS QUE NO PUEDO

Empezamos a bajar por la calle de Salazar. Caminamos varias cuadras en silencio. La madre Loreto nos alcanzó y se metió entre la hermana Isabel y yo. La banqueta era muy angosta; la novicia no tuvo más remedio que separarse y caminar atrás de las dos. La madre Loreto me dijo en voz baja:

—Te portaste como una puta.

—¿Qué quería? ¿Qué me portara como una monja?

—Eres una güila —me dijo.

—Y tú una machorra —le respondí tuteándola.

—¡Puta! —me susurró con rencor.

—¡Tortillera! —le respondí con coraje.

—¡Ya verás cuando lleguemos! —me amenazó.

Me detuve y la miré. La hermana Isabel llegó hasta dónde estábamos y no pudo evitar escuchar cuando, sin levantar la voz, pero con odio, le respondí a la madre Loreto:

—¡Vete a la chingada!

La hermana Isabel me miró estupefacta mientras que yo crucé la calle, llegué a la esquina y me fui caminando por la calle de Ramos Arizpe. La madre Loreto me llamó, pero yo la ignoré. No tuvieron más remedio que proseguir solas su camino.

Seguí caminando. Iba furiosa. La poca gente con la que me crucé me miraba con extrañeza. Me serené al llegar a la calle de Xicoténcatl. Ahí vivía mi hermana Marie Louise, casi llegando a la calle de Ildefonso Fuentes. Llegué a la puerta de su casa. Me dio miedo y no me atreví a tocar. Estaba indecisa. De repente se abrió la puerta, salió una sirvienta y me atreví a preguntarle por mi hermana:

—¿De parte de quién? —me preguntó con extrañeza.

—De parte de su hermana Dolores—le respondí.

La mirada de la sirvienta pasó de la extrañeza a la incredulidad. Me dijo:

—Permítame tantito.

No me invitó a entrar. Cerró la puerta tras de ella mientras yo esperaba en la banqueta. Pasaron un par de minutos. Vi que las cortinas de la sala se entreabrieron y vislumbré el rostro de mi cuñado. Seguí esperando en la banqueta. Por las cortinas se dejó entrever el rostro de mi hermana. Seguí esperando en la banqueta. De ratito se abrió la puerta de la casa y salió otra sirvienta, la que a veces iba al convento. Me ofreció un sobre, el cual tomé mientras escuchaba lo que me dijo:

—El señor no está, la señora está indispuesta y lamenta no poder atenderla. Le pide a usted que vuelva después.

Al terminar de hablar entró a la casa y cerró la puerta. Me quedé en la banqueta. Alguien me observaba detrás de las cortinas. Sabía que era mi hermana. Volteé hacia ella. No pude evitar sonreír con tristeza, mientras hacía un movimiento de negación con la cabeza. Con el pensamiento le dije: “No. No esperaba eso de ti. No. Yo nunca te hubiera hecho eso”.

Bajé de nuevo por Xicoténcatl. Al cruzar la calle sentí el sobre en mis manos. Lo abrí. Tenía varios billetes: veinte pesos en total. Había un mensaje:

No puedo recibirte, Lolita. No puedo. Por Dios que no puedo. Compréndeme, Güera.

A pesar de todo la comprendí, pero… ¿Quién me comprendía a mí? Me dieron ganas de llorar, pero me aguanté.

Seguí caminando. No puse atención por dónde iba, ni a la gente que pasaba. No sé cuánto tiempo caminé. Pasé por la iglesia de San Juan Nepomuceno. No quise entrar. Pasé frente a la iglesia de San Francisco. No entré. Pasé a espaldas de Catedral. De repente, mis pasos se detuvieron; levanté la vista y reconocí mi casa. Había una criada barriendo y regando la banqueta. La puerta del zaguán estaba entreabierta y vi las plantas en sus macetas. “¡Ya regresó mamá!”, pensé.

Le pregunté a la criada si la señora estaba en casa. Me respondió:

—Sí. ¿De parte de quién?

Iba a decir mi nombre, pero me detuve. Quería que fuera una sorpresa. Di el nombre de una prima.




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