Me Vale Madre La Voluntad de Dios

XXXI.2 LA MASACRE DE CHINOS EN TORREÓN

XXXI.2 LA MASACRE DE CHINOS EN TORREÓN

Cuando Francisco I. Madero inició la Revolución para derrocar a Porfirio Díaz, prometió la restitución de tierras cuando fuera presidente. Sacramento, quien ya tenía veintisiete años, creyó en las promesas de Madero y se unió a un grupo rebelde, dirigido por Benjamín Argumedo, el cual atacó Parras y Viesca, Coahuila; después colaboró en la toma de Torreón.

—En Torreón empecé a darme cuenta de lo que iba a ser la Revolución. Ahí vivía una gran cantidad de habitantes chinos; más de seiscientos. La mayoría cultivaba hortalizas, otros tenían lavanderías, tiendas y restaurantes. El más próspero era dueño de un hotel, la Compañía de Tranvías y del Banco Chino. Era una comunidad pacífica y trabajadora que había contribuido al desarrollo de la ciudad —me contó Sacramento—, pero esa prosperidad les atrajo mucha envidia y resentimiento de la población, que los acusaba de quitarles el trabajo a los mexicanos.

Mientras Sacramento hizo una pausa en su relato, pensé que a los mexicanos no les molesta que les quiten el trabajo, les molesta que les quiten el sueldo, porque la mayoría de los mexicanos anhela cobrar sin trabajar.

—Durante el ataque, un chino, que trataba de defender su vida, hizo un disparo contra los rebeldes, por lo cual Benjamín Argumedo dio la orden de matar a todos los chinos de la ciudad —dijo Sacramento—. No creí que fueran a obedecer su orden, pero en el palacio municipal, algunos revolucionarios encontraron unas botellas de licor adulterado, confiscadas meses antes por las autoridades, y se las tomaron. Varios murieron intoxicados. Alguien dijo que era una trampa de los chinos para envenenarlos. Todos se unieron para asesinarlos: los revolucionarios para cumplir la orden de Argumedo; los habitantes de Torreón por envidia y para robarles sus propiedades.

—La masacre empezó en el restaurante chino —continuó Sacramento— donde asesinaron a todos los presentes. Luego fueron a las tiendas, donde descuartizaron con hachas y machetes a los dueños y empleados. Un grupo de personas intentó refugiarse en el edificio del Banco Chino, pero entraron los mexicanos y los aventaron desde el tercer piso. En la estación de ferrocarriles encontraron a más de cincuenta viajeros chinos que estaban en un tren, de paso rumbo a Chihuahua, los bajaron y los asesinaron. En las huertas, los campesinos chinos fueron quemados vivos.

Estaba pensando en cómo fue que nadie se atrevió a protegerlos, pero entonces oí que continuaba su relato:

—A un ranchero que quiso proteger a unos chinos lo mataron junto con ellos, pero cuando vi que un grupo de personas, que ya habían matado a varios chinos a machetazos, tenían acorralados a cuatro jóvenes que se defendían valientemente con palos, quise protegerlos, aprovechando que era revolucionario y estaba armado con un rifle. Los rescaté y traté de llevarlos a un sitio seguro, pero la gente empezó a seguirnos, dirigidos por un hombre gordo que traía la ropa manchada de sangre y me exigía que se los entregara para matarlos. Encontré a un superior militar mío, pero, en vez de ayudarme a protegerlos, me amenazó con fusilarme por desobedecer las órdenes de Argumedo; me ordenó que se los entregara para que los mataran —Sacramento hizo una pausa, mientras su mirada se perdía en el vacío—. Los cuatro chinos comprendieron de inmediato lo que les iba a pasar. Uno de ellos señaló a un chino muy joven y me dijo “Es mi hermano”. Lo abrazó, tomó su cabeza y la reclinó sobre su hombro, con su mano le cubrió los ojos. Me sonrió con gratitud, miró mi rifle y señaló hacia ellos mismos. Comprendí su petición y les disparé. El hombre gordo intentó atacar a los otros dos chinos con su machete y lo maté también. Luego les disparé a los otros dos chinos. No les podía salvar la vida —agregó con tristeza—, pero al menos los pude salvar de una muerte cruel e indigna.

Muchos días pensé en cómo Sacramento fue capaz de hacer eso, hasta que comprendí que, al matarlos, evitó que sufrieran, pero él se quedó con un sufrimiento para toda la vida: el sufrimiento de no haber podido salvarlos y de haber tenido que matarlos él mismo.

La masacre hubiera continuado de no ser por la llegada de Emilio Madero, hermano de Francisco, quien ordenó detener la matanza, pero ya habían asesinado a más de trescientos chinos y algunos japoneses. Después de eso, Sacramento decidió separarse del grupo de Benjamín Argumedo y se unió al de Abraham González, quien, a pesar de ser revolucionario, era un hombre educado e inteligente.

Cuando renunció Porfirio Díaz, Abraham González fue electo gobernador de Chihuahua e invitó a Sacramento a trabajar con él. Fue de los pocos jefes revolucionarios que no buscaban solamente su provecho personal; empezó a hacer leyes para proteger a los trabajadores en las ciudades y a los campesinos en las haciendas. Quiso hacer una ley para obligar a los hacendados a vender parte de sus tierras a los campesinos y pequeños agricultores, pero los latifundistas pidieron ayuda al presidente Francisco I. Madero, quien, para evitar que Abraham González afectara a los hacendados, lo invitó a colaborar con él, como secretario de Gobernación en la Ciudad de México, a donde lo acompañó Sacramento.

—Abraham González creía que en su nuevo cargo podía hacer más cosas por la restitución de las tierras, pero cada vez que hablaba de eso con Madero, él le contestaba: “Sí. Sí les vamos a regresar las tierras, pero hay que hacerlo por medio de leyes, es la manera correcta. También se tiene que hacer despacio, para que salga bien”. Era pura mentira. Madero no tenía intención de repartir las tierras —dijo Sacramento, y en su cara vi una expresión de enojo, rara en él—. Para obtener la presidencia, Madero usó las armas y no las leyes, y lo hizo rápido; pero para repartir las tierras dijo que no era correcto hacer las cosas así. Madero no era un hombre íntegro.




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