XXXII.2 EL SANTÍSIMO DE LAS MONJAS
No supe si fue por el “chingada” que me dijo, o por el sonido del tren a punto de partir, pero algo me impulsó a cerrar la mano y, con el dorso, descargué un golpe sobre su mejilla. La puerta en que se recargaba impidió que cayera al suelo, pero, sin embargo, se negó a quitarse de mi camino.
—¡Dame el…
No alcanzó a terminar la frase: un segundo golpe en la cara la hizo tambalear, pero se recargó en la puerta decidida a no dejarme salir. Mi coraje aumentó en vez de disminuir. Vi en el piso del zaguán un montón de leña. Tomé un palo grueso y le dije, mirándola a los ojos:
—¡Aunque te tenga que matar!
Levanté el palo, dispuesta a descargar el golpe, pero a mis espaldas oí la voz de la madre Clemencia, que ordenaba:
—¡Abra la puerta, hermana Loreto! ¡Déjela ir! ¡No ve que está endemoniada!
Volteé a ver a la madre Clemencia y le dije:
—¿Endemoniada? No, madre, no estoy endemoniada. Simplemente me quiero ir. La vida me obligó a ingresar al convento y, quizá, pude haber sido buena religiosa, pero me doy por vencida, me doy cuenta de que las cualidades y virtudes que tengo nunca serán suficientemente buenas para usted —hice una pequeña pausa y continué—. Que distinto hubiera sido todo si usted me hubiera dicho “No estoy yo aquí que soy tú madre”, pero no, usted nunca lo dijo ni lo dirá. Una palabra suya hubiera bastado para sanar mi alma, pero usted nunca la pronunció ni la pronunciará. Ahora, madre, ¡eso me vale madre! Quédese con su soledad, con su amargura, con su frustración, con su vida estéril, con su vida inútil y vacía. Yo me voy.
Salí a la calle y me apresuré a llegar a la estación para alcanzar al tren que estaba a punto de partir. Llegué al andén y oí al empleado gritar “¡Vaaaaaamonos!” Subí al tren por la parte posterior; iba a entrar al último vagón cuando alcancé a oír mi nombre. Me detuve en el cabús y, con la mirada, busqué entre la multitud que estaba despidiendo a los viajeros. Alcancé a distinguir a tres o cuatro religiosas, entre ellas las madres Loreto y Natalia. Ésta última salió al frente de la multitud; alcancé a ver que sus labios decían:
—El Santísimo. Por favor. El Santísimo.
El tren empezó a avanzar. Yo metí mi mano debajo de mi blusa y saqué el paquete, enrollado en tela, que la madre Loreto me dio. Se lo mostré a la madre Natalia, quien sonrió agradecida. Mi brazo tomó impulso para hacerle llegar el paquete, pero algo falló. El paquete con el Santísimo se quedó atorado en la estructura metálica del techo de andén, y ahí empezó a oscilar con el viento.
Vi la cara de ansiedad y preocupación de la madre Natalia. Se veía el sufrimiento en su rostro. Ese paquete contenía una gran cantidad de ostias consagradas, que el señor obispo dejó, antes de exiliarse, para las necesidades de su diócesis. Me sentí culpable de que mi conducta fuera a contribuir a la profanación del Cuerpo de Cristo. Quería volar para alcanzarlas, pero no podía. Le pedí a Dios un milagro. Empezó a soplar el viento, el paquete se meció en la estructura, exactamente por encima de la madre Natalia hasta que, de repente, pareció que se iba a soltar, pero en vez de eso, el envoltorio de tela se abrió y su contenido cayó sobre la multitud. Quise cerrar los ojos para no ver las blancas ostias, que como una bandada de palomas blancas buscaban el suelo, pero no pude. En su lugar vi como una parvada de aves multicolores empezó a revolotear sobre la muchedumbre en la estación. Una de estas aves se separó del grupo, llegó hasta mi mano y la tomé: ¡era un billete de cinco dólares! ¡El Santísimo de la madre Loreto resultó ser un fajo de billetes! Ese era el Santísimo para las monjas: el dinero.
Vi como los billetes caían alrededor de la madre Natalia, pero no extendía la mano para tomarlos; dejó que la multitud los tomara. Vi que miraba con tristeza y decepción a la madre Loreto, quien se arrastraba por el piso, tratando de recoger algún billete. La madre Natalia volteó hacia mí, me sonrió con cariño, mientras su mano trazó en silencio la señal de la cruz, en una muda bendición de despedida. Luego se dio la vuelta y atravesó por entre la multitud, con la dignidad de una auténtica madre superiora.
—Que Dios la bendiga a usted también, madre Natalia, y que Dios, Nuestro Señor, esté siempre en su corazón –le dije en un murmullo que sabía, que a pesar del ruido de la locomotora y de la distancia, iba a llegar hasta ella.
Entré al vagón de pasajeros. Era el de segunda clase. Había varios lugares disponibles. Elegí uno en donde no tuviera compañero de viaje. Quería estar sola. No tenía ganas de hablar con alguien. Me acomodé en un asiento muy incómodo y vi como las casas de Saltillo iban desapareciendo y empezaban a ser sustituidas por llanuras secas y cerros pelones.