Me Vale Madre La Voluntad de Dios

XXXII.4 MURIENDO DE FRÍO

XXXII.4 MURIENDO DE FRÍO

Rápidamente vi crecer el afecto que la madre Loreto había concebido por mí. Continuamente me buscaba y se molestaba al no encontrarme, pero más se molestaba si me encontraba platicando con otra religiosa y, mucho más aún, se molestaba al verme platicando con algún hombre. En el convento había hombres, si es que podemos llamarlos “hombres” en el sentido estricto de la palabra. Eran los dos trabajadores de la huerta y el corral, dos ancianos muy atentos y serviciales. El otro hombre era el padre Ismael, nuestro sacerdote y confesor. La madre Loreto constantemente me advertía tener cuidado con él, especialmente en las confesiones; que nunca debía hablar con él acerca de las relaciones de amistad que yo tuviera con otras religiosas —y en especial con ella—, porque el padre Ismael, al ser hombre, quería ser el centro de nuestra atención y de nuestro afecto para luego sobrepasarse.

A mí, el padre Ismael siempre me tuvo sin cuidado, era muy feo y no me inspiraba mucha confianza. El tiempo me dio la razón. Como nunca creí tener pecados que confesar, inventaba pecadillos sin importancia, nada más para cumplir el requisito. Realmente nunca he creído que la confesión sirva de algo, al menos así lo veía en tantas personas que, a pesar de confesarse y comulgar a diario, nunca pudieron dejar de hacer el mal. Además, mis pecados son un asunto privado entre Dios y yo. Yo no necesito andar confesando mis pecados. Con el reconocerlos y la firme intención de no volver a cometerlos es suficiente. Lo demás lo dejo en manos de Dios.

Cierta noche, las tres religiosas con las que compartía mi celda no durmieron en sus camas. Una de ellas salió del convento, acompañada de la madre Carmen, la vicaria general, al velorio de su mamá; las otras dos estaban en la enfermería: una convaleciendo de unas fiebres, la otra cuidándola. El convento estaba en silencio, todo mundo dormía. Mi sueño es ligero; oí el leve sonido de la puerta al abrirse y sentí que alguien entraba a mi habitación. Sabía que no era la madre Carmen haciendo su recorrido nocturno. Se acercó a mi cama y se sentó al borde de ella. Con su mano acarició levemente mis cabellos. Yo abrí los ojos y traté de incorporarme. En la penumbra reconocí a la madre Loreto.

—No te asustes, chiquita, soy yo —me dijo.

—¿Qué pasa, madre? —le pregunté—. ¿Por qué no duerme?

—No puedo dormir. Tengo mucho tiempo sin dormir. Desde que llegaste tú no puedo conciliar el sueño —me respondió en un susurro—. Pienso en ti; en cómo, siendo tan buena y tan bonita, tu familia no te quiso y te encerró en este lugar tan triste. A ti, chiquita, que mereces ser amada —su rostro se acercó al mío y me besó la frente. El beso fue largo y húmedo; yo percibí un aroma dulce de alcohol—. En las noches me asomo por la puerta y te veo dormir; me dan ganas de acercarme y abrazarte para que no te sientas sola. Para que te sientas amada.

—Madre Loreto, ¡qué buena es usted conmigo! —le respondí con sinceridad.

La madre Loreto se recostó a mi lado y me abrazó; su rostro pegado al mío. Con voz llena de ansiedad me dijo:

—Chiquita, ¡me estoy muriendo!

—¿Está enferma? ¿Qué debo hacer?

—Tengo mucho frío —me respondió acercando más su cuerpo al mío.

—¿Quiere que la acompañe a su recámara?

—No —me respondió—, no te levantes. Sólo deja que me meta un rato en tu cama para que se me quite el frío.

—¡Madre eso está prohibido! ¿Qué dirán si nos sorprenden? Nos castigarían a las dos…

—No te preocupes —me dijo—, todas están dormidas, nadie lo sabrá. Además, no hay nada malo en lo que hacemos. ¿Nunca compartiste la cama con tus hermanas, en casa de tus padres?

—No, nunca. Cada una tenía su propia recámara.

—Pero… si tu hermana se hubiera sentido sola en la noche, si hubiera sentido frío, si hubiera querido estar contigo, ¿la hubieras rechazado?

—No, madre. Creo que no.

—Y yo, ¿no soy acaso la hermana que más te quiere?

—Sí, madre, lo es, pero…

—Compadécete de mi sufrimiento, deja que me caliente un poco y luego me iré. Dame la mano...

Se la di, y ella la besó.

—Que manos tan suaves y tan blancas —me dijo acercándolas a su cara—, y qué calientitas, mira que helada estoy yo.




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