Me Vale Madre La Voluntad de Dios

XXXIII. 2 EL PECADO DE SACRAMENTO

XXXIII. 2 EL PECADO DE SACRAMENTO

Yo miré el anillo de bodas que me dio Sacramento. Él tomó mi mano y depositó dos besos, uno en la sortija y otro en mi mano.

—La velamos en la mesa de la cocina —continuó narrando—. Las vecinas me ofrecieron café y pan, pero yo no comí. Los hombres me ofrecieron mezcal de la sierra y lo tomé. Al día siguiente la envolvieron en su petate y la llevamos al panteón. Ahí me quedé llorando en el montón de tierra que cubrió su tumba. Me dejaron la botella.

Al anochecer empezó a hacer frío y me fui caminando. De una cantina salió un hombre borracho. Lo reconocí. Era el militar que engañó a mi hermana. Él no me reconoció. Le mostré la botella y le invité un trago. Caminamos abrazados mientras nos acabábamos el mezcal. Se metió a orinar a un callejón oscuro. Me puse tras él. Pasé mi brazo por su cuello y apreté. Dejó de patalear, pero yo seguía apretando. Cuando me cansé, lo solté y cayó muerto al suelo.

Cuando Sacramento contaba eso, yo veía una expresión de frialdad en su mirada y sentí esa frialdad en sus manos que acariciaba con las mías. Sacramento continuó:

—Matarlo no disminuyó mi dolor ni mi coraje, al contrario, lo aumentaron. Me dirigí a la casa de mi patrón y entré por el corral. En la cocina estaba su esposa, amamantando un bebé. Me dijo que su marido no estaba. Encontré algo de dinero y unas joyas y las tomé. La señora me dijo que me iban a colgar por lo que estaba haciendo; eso despertó mi deseo de venganza; quería hacer algo para que el patrón se acordara siempre de mí, para estar parejos en el dolor. Le desgarré la blusa a la señora, la aventé a la cama y…

Sacramento no pudo continuar el relato, su voz se quebró y secó con su mano un par de lágrimas que rodaron por sus mejillas. No era necesario que contara el final de la historia, ya lo sabía. Yo era el final de esa historia.

—Me fui de esa casa y trepé en un tren de carga rumbo a Nuevo Laredo —continuó Sacramento—. Me quité el nombre de mi padre, Evaristo Garza, y me puse el nombre de un primo que había muerto. No me quise ir a Texas; me quedé siempre cerca de Monterrey, para estar al pendiente de mis hermanos. Nunca los fui a visitar, porque pensaba que la policía me andaba buscando; lo único que hacía era mandarle dinero a mi tía siempre que podía. Después de la Revolución ya no los encontré.

—Nunca me he perdonado por lo que hice, y si yo mismo no me perdono, creo que no me perdonará Dios —dijo— ¿Crees que me perdone por eso? —me preguntó.

—No debes ser tan duro contigo mismo —le respondí—. Ese militar se merecía morir.

—No, Regina, no me preocupa ese hombre. Lo volvería a matar ahora mismo por lo que le hizo a mi hermana. Lo que no me puedo perdonar es lo que le hice a esa señora. Ella no tenía culpa alguna, y quizá tampoco su marido —me dijo—. ¿Crees que ella me pudiera perdonar? —me preguntó en un susurro.

—Lo hecho, hecho está, Sacramento. Ya pagaste con creces por tu error e hiciste cosas buenas en tu vida para compensar las malas —le respondí—. Dios te va a perdonar en el Cielo, porque tu arrepentimiento es sincero, y yo te perdono en la Tierra, a nombre de esos señores, y los perdono de todo corazón por todo el daño que hayan hecho en sus vidas.

Sacramento me besó en la frente y me dijo:

—Muchas gracias, amorcito. Eres lo mejor que me ha pasado en la vida. Te quiero mucho.

Sacramento murió varios días después. Ese domingo habíamos ido a comer todos con Antonio y Romelia. Nos dieron la noticia de que esperaban un bebé. Nos dijeron que si era varón se llamaría Sacramento, y que si era niña se llamaría Altagracia.

Al regresar a casa, Sacramento me dijo:

—Me voy a acostar antes de que me dé sueño.

Estuvimos en la cama platicando mucho rato antes de dormirnos. En la madrugada estaba soñando que Sacramento tenía las manos atadas con alambre de púas, éste se reventaba de repente y quedaba libre. En ese momento desperté, oí cuando Sacramento dejó de roncar y su alma quedó libre. Supe que siempre estaría conmigo, a mi lado.

En su sepelio, la gente miró con extrañeza a las mujeres de la familia del coronel, que vestíamos de negro, pero cubríamos nuestras cabezas con rebozos de colores. Las cuatro estábamos tranquilas: Mariana no asimilaba aun lo que pasaba; doña Rita estaba resignada; Romelia mantenía su serenidad y entereza; yo me esforzaba para no derrumbarme. Lo hubiera logrado de no ser por un llanto que escuché. Era Antonio llorando por su Pa. Eso tocó nuestro corazón; no nos pudimos contener y empezamos a llorar. Esa fue la última vez que lloré en mi vida; jamás volví a tener motivos para hacerlo.

EPÍLOGO

Cómo hubiera dicho Romelia: “No vale la pena llorar por una mentira, mucho menos por una verdad”, y a mí no me importó enterarme de la verdad. Comprendí que todos, de una u otra manera, fuimos víctimas del destino.

Yo no merecía lo malo que me pasó, y mi mamá tampoco, lo mismo que mi papá, el señor Saint Jaques, porque, para bien o para mal, él fue mi padre.

A Evaristo Garza nunca lo conocí, ni formó parte de mi vida; simplemente no existió. Sacramento vivió lo que tuvo que vivir, hizo lo que tuvo que hacer y pagó lo que tenía que pagar. Por mi parte no iba a permitir que nadie más pagara por ello, ni yo, ni, mucho menos, Mariana. Su secreto murió con él y mis secretos morirán conmigo. Yo fui muy feliz a su lado; me quedé siempre con el recuerdo de un marido fiel y amoroso, y sus tres hijos con el recuerdo de un padre cariñoso y protector.




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