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La lluvia caía con una persistencia melancólica sobre el pequeño cementerio de Pax Villa, un lugar donde el tiempo parecía haberse detenido. Las lápidas, inclinadas y cubiertas de musgo, susurraban historias de vidas que ya no eran más que ecos. El cielo, gris y pesado, se extendía como un manto opresivo, y el aire olía a tierra húmeda y a flores marchitas, como si la naturaleza misma llorara la pérdida. Melody Santoro, de nueve años, permanecía inmóvil junto a la tumba abierta, sus pequeñas manos aferradas a las de su hermana menor, Vanora, de siete. Ambas vestían trajes negros que les quedaban demasiado grandes, heredados de un pasado que ya no existía. Sus cabellos oscuros, empapados por la lluvia, se pegaban a sus rostros pálidos, dándoles un aspecto fantasmal.
Melody se llevó la mano al pecho. Vacío. Como si algo le hubiera arrancado el aliento. La lluvia seguía cayendo, pero ella ya no la sentía. Sus ojos, secos y vidriosos, se clavaban en el ataúd de madera sencilla que descansaba junto a la tumba, donde yacía su madre.
«Mamá», pensó, pero la palabra se atascó en su garganta, como si pronunciarla en voz alta fuera a desvanecer el último vestigio de su presencia.
Vanora, en cambio, lloraba en silencio. Sus pequeños hombros temblaban bajo el peso de una pérdida que no alcanzaba a comprender. Apretó la mano de Melody con más fuerza, como si su hermana mayor fuera el único ancla que la mantenía en este mundo. Melody la miró de reojo, observando cómo las lágrimas de Vanora se mezclaban con la lluvia en su rostro. Quiso decir algo, consolarla, pero las palabras se le escapaban. ¿Qué podía decir? ¿Qué podía hacer? Ella misma sentía que el suelo se desmoronaba bajo sus pies.
El sacerdote, un hombre anciano de voz temblorosa, recitaba las palabras de consuelo que Melody ya no escuchaba. Las frases sonaban huecas, como si fueran parte de un ritual vacío, carente de significado. Melody miró a su alrededor, observando a las pocas personas que habían acudido al funeral. Vecinos, algunos familiares lejanos, todos con expresiones de pésame pero distantes, como si estuvieran allí por obligación más que por verdadero dolor. Y luego estaba él.
Su padre.
El señor Santoro permanecía apartado del grupo, su rostro impasible, sus manos hundidas en los bolsillos de su abrigo negro. No lloraba. No mostraba emoción alguna. Solo contemplaba el ataúd con una expresión que Melody no podía descifrar. ¿Era indiferencia? ¿Era ira? No lo sabía, pero algo en su frialdad la hacía sentir aún más sola. ¿Cómo podía él estar tan sereno? ¿Cómo podía no sentir nada cuando su esposa, su madre, yacía allí, fría y silenciosa, a punto de ser enterrada para siempre?
Melody recordó los últimos días de su madre, cuando la enfermedad la había consumido hasta dejarla irreconocible. Recordó cómo su padre apenas había estado en casa, siempre ocupado con sus negocios, siempre demasiado ocupado para sentarse junto a la cama de su esposa y sostenerle la mano. Recordó cómo su madre, incluso en sus momentos más débiles, había intentado sonreír para sus hijas, diciéndoles que todo estaría bien, que no tenían que preocuparse. Pero Melody sabía que no era cierto. Sabía que nada volvería a estar bien.
—Melody —susurró Vanora, su voz quebrada por el llanto—. ¿Qué va a pasar ahora?
Melody no supo qué responder. ¿Qué iba a pasar? ¿Adónde irían? ¿Quién las cuidaría? Miró a su padre de nuevo, esperando ver alguna señal de consuelo, alguna promesa de que él estaría allí para ellas. Pero él no la miró. Solo seguía allí, distante, como si ya hubiera dejado de ser parte de su familia.
El sacerdote terminó su discurso, y los asistentes comenzaron a arrojar puñados de tierra sobre el ataúd. Melody sintió un nudo en la garganta al escuchar el sonido sordo de la tierra golpeando la madera, un recordatorio cruel de que su madre nunca volvería. Vanora sollozó más fuerte, y Melody la abrazó, sintiendo cómo su hermana menor temblaba en sus brazos.
—Todo va a estar bien —murmuró Melody, repitiendo las palabras que su madre le había dicho tantas veces, aunque ya no las creía—. Todo va a estar bien.
Pero no lo estaba. Y Melody lo sabía.
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Después del funeral, la mansión de los Santoro parecía más grande y más vacía que nunca. Los muebles, antes acogedores, ahora parecían sombras de lo que habían sido. Las paredes, antes llenas de risas y canciones, resonaban con un silencio opresivo. Melody y Vanora se movían por la casa como fantasmas, sin saber qué hacer, sin saber cómo llenar el vacío que su madre había dejado.
Melody se sentó en el sofá del salón, abrazando una almohada contra su pecho. Vanora estaba a su lado, con la cabeza apoyada en el hombro de su hermana mayor. Ambas miraban fijamente la chimenea apagada, como si esperaran que de algún modo se encendiera por sí sola y les devolviera el calor que habían perdido.
—Extraño a mamá —dijo Vanora en voz baja, sus ojos llenos de lágrimas.
—Yo también —respondió Melody, acariciando el cabello de su hermana—. Yo también.
Pero había algo más que Melody no decía. Algo que la atormentaba incluso más que la pérdida de su madre. Era la sensación de que su padre ya no era el mismo. Desde que su madre había enfermado, él se había vuelto distante, frío, como si ya no le importara nada. Y ahora, con ella muerta, parecía haberse convertido en un extraño.
El señor Santoro entró en la habitación, rompiendo el silencio con sus pasos firmes. Melody lo miró, esperando que dijera algo, que las consolara, que les prometiera que todo estaría bien. Pero él no lo hizo. Solo pasó por delante de ellas, sin mirarlas, y subió las escaleras hacia su estudio.
—Papá —llamó Melody, su voz temblorosa—. ¿Podemos hablar?
Él se detuvo en el escalón, pero no se volvió.
—No es el momento, Melody —dijo, su voz fría y distante—. Tengo cosas que hacer.