Melody

Capítulo 2: La figura de las Flores.

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La casa de los Santoro, anteriormente un bastión de vida y risas, se había transformado en un mausoleo silencioso. La ausencia de la señora Santoro no era solo física; era una presencia invisible que se aferraba a cada rincón, como el último suspiro de una vela antes de extinguirse. Las cortinas, pesadas y cargadas de polvo, colgaban inertes, ahogando la luz del día que intentaba colarse por los ventanales. El aire, denso y opresivo, olía a tabaco rancio y brandy derramado, un cóctel que impregnaba las paredes y los muebles, como si la casa misma hubiera comenzado a descomponerse junto con sus habitantes.

Desde el estudio, la figura del señor Santoro se vislumbraba apenas, una silueta encorvada que se fundía con la penumbra. Botellas vacías y papeles arrugados lo rodeaban, testigos mudos de su lenta decadencia. El dolor lo había consumido, convirtiéndolo en un espectro de lo que alguna vez fue. Ya no era el hombre enérgico y seguro que lo caracterizaba; ahora era una sombra, un eco de sí mismo, ahogándose en un mar de licor y desesperanza. Pero tenía el cuidado necesario para que sus hijas no lo vieran en su estado de decadencia.

Melody y Vanora se movían por los pasillos con sus pies descalzos rozando apenas el suelo de madera, que crujía levemente bajo su peso. No había música, ni risas, ni conversaciones. Solo el silencio, pesado y fúnebre, que se extendía como una manta sobre la casa. La servidumbre, antes diligente y ocupada, ahora caminaba con cautela, susurrando entre sí, lanzando miradas furtivas hacia la puerta cerrada del estudio. Sabían que su amo ya no era el mismo. Lo veían en sus ojos enrojecidos, en su mirada perdida, en su voz quebrada que solo pronunciaba el nombre de su esposa en las noches más oscuras.

Los días se habían convertido en una sucesión interminable de horas vacías. Las lecciones continuaban, pero carecían de sentido. La institutriz, con su voz firme pero apagada, intentaba mantener una apariencia de normalidad, pero Melody sabía que era inútil. Los libros de historia y matemáticas no podían llenar el vacío que la muerte de su madre había dejado. Vanora, sentada frente a la mesa, jugaba con los encajes de su vestido color celeste, sus ojos perdidos en algún lugar lejano donde los recuerdos eran más reales que el presente.

—Vanora, ¿puedes decirme cuántos años duró la guerra de Santa Rosa? —preguntó la institutriz una tarde, con su voz resonando en la habitación vacía.

—Tres años, señorita —ni siquiera ella parecía creer en sus propias palabras.

Melody la observó, sintiendo el peso de su desamparo. Desde la muerte de su madre, Vanora había retrocedido a un lugar donde las palabras no llegaban, donde solo existían los recuerdos y el dolor

—Fueron entre once o trece minutos —corrigió la institutriz con un suspiro, cerrando el libro con suavidad.

Melody apretó la mandíbula. Nada de eso importaba. No la historia, ni la geografía, ni la manera correcta de sostener una taza de té. Su madre estaba bajo tierra. ¿De qué servía saber del pasado cuando el presente se desmoronaba a su alrededor?

El señor Santoro ya no cenaba con ellas. Se encerraba en su estudio hasta altas horas de la madrugada, bebiendo sin descanso, hablando con la nada. Algunas noches, Melody se despertaba con el sonido de los vasos rompiéndose contra la pared, pero no se atrevía a investigar la razón. Un día, algo cambió. Andrew Santoro comenzó a mencionar un negocio en Holden, una investigación sobre plantas exóticas con propiedades medicinales, un nuevo comienzo. Y entonces, habló de Margery por primera vez. A tan solo un mes desde el funeral de su madre.

Melody no sabía mucho sobre ella, solo lo que escuchaba en los murmullos de la servidumbre. Margery era viuda, como su padre, pero no compartía su luto. Era una mujer distinguida, con vestidos de terciopelo y una mirada que parecía atravesar el alma de quien la miraba. Nadie hablaba de ella con calidez, solo con una cautela que ponía los nervios de punta a Melody. Algo en esa mujer hacía que todos midieran sus palabras.

Y entonces llegó la noticia: se mudarían a Holden.

La noche antes de partir, Melody recorrió la vieja mansión en silencio. Sus pasos resonaban en los pasillos vacíos, mientras memorizaba cada esquina, cada grieta en la madera, cada rastro de su madre que aún quedaba impregnado en las paredes. Se detuvo frente a la habitación de su madre, ahora cerrada con llave. Sabía que su padre no había entrado desde su muerte. Era como si temiera enfrentarse a los fantasmas que dejaba atrás.

Cuando la mañana llegó, la casa se sintió extrañamente ansiosa, como si las paredes mismas contuvieran la respiración. Las maletas estaban listas, la servidumbre evitaba sus miradas, y el carruaje esperaba en la entrada. El trayecto a Holden fue largo y silencioso. Vanora durmió con la cabeza apoyada en el regazo de Melody, mientras ella miraba por la ventana, viendo cómo los paisajes familiares se desvanecían en la distancia. El aire se volvió más pesado a medida que se acercaban a su destino. Los bosques se volvieron más densos, las sombras más alargadas.

La nueva mansión era tan imponente como inhóspita. De techos altos y ventanales oscuros, parecía una criatura dormida, con la boca abierta esperando devorar a sus nuevos inquilinos. El interior estaba lleno de muebles pesados y alfombras gruesas que ahogaban cualquier sonido. Todo estaba en perfecto orden, pero no había calor en el ambiente. Era una casa sin recuerdos, sin historia. Un cascarón vacío.

Una mujer de gran porte, vestida de morado y negro se encontraba en el vestibulo, iba acompañada por tres niñas que estaban tras ella esperando algun movimiento de la imponente mujer. Se trataba de Margery, quien los esperaba en la entrada, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. Melody sintió un escalofrío al verla, pero bajó la mirada y tomó la mano de Vanora con fuerza. Su padre se veía extrañamente sereno, como si hubiera encontrado una especie de paz en aquel lugar.



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En el texto hay: gotico, suspenso, terrorpsicologico

Editado: 29.03.2025

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