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La nueva casa de los Santoro era una estructura que parecía haber sido arrancada de las páginas de un cuento gótico. Sus paredes de piedra gris se alzaban imponentes, con ventanales altos y estrechos que apenas permitían el paso de la luz del día. Las torres puntiagudas se recortaban contra el cielo nublado, y los ángeles de piedra, desgastados por el tiempo, observaban desde lo alto con expresiones grotescas. El jardín que rodeaba la mansión estaba cubierto de maleza, con arbustos que crecían de manera salvaje y árboles cuyas ramas se retorcían como garras. El aire olía a tierra húmeda y a algo más, algo que Melody no podía identificar pero que le hacía sentir que el lugar estaba vivo, respirando en silencio, esperando.
El interior de la casa no era menos inquietante. Los pasillos eran largos y oscuros, con alfombras gruesas que ahogaban cualquier sonido. Las lámparas de gas proyectaban sombras danzantes que se movían de manera inquietante, como si estuvieran vivas. Cada habitación estaba llena de muebles antiguos y pesados, tallados con detalles intrincados que parecían contar historias de un pasado olvidado. El aire era frío y húmedo, como si la casa nunca hubiera sido calentada por el sol. Melody y Vanora se sentían como intrusas en aquel lugar. Cada paso que daban resonaba en el silencio, y cada habitación que exploraban parecía esconder secretos que no estaban destinados a ser descubiertos.
Pero lo que más las inquietaba era la presencia de Margery, que parecía estar en todas partes y en ninguna al mismo tiempo. Su voz suave y sus modales impecables no lograban ocultar la frialdad que emanaba de ella, y Melody no podía evitar sentir que estaban siendo observadas en todo momento. Margery era como una sombra que se deslizaba por los pasillos, siempre presente pero nunca del todo visible. Sus ojos, de un verde frío como el musgo bajo la luz de la luna, parecían seguir a las hermanas incluso cuando no estaba en la misma habitación.
Esa noche, la familia se reunió en el comedor para la cena. La habitación era amplia, con una mesa larga de madera oscura que podía acomodar a una docena de personas. Las sillas altas y ornamentadas estaban dispuestas con precisión militar, y los candelabros de plata brillaban con la luz de las velas, proyectando sombras alargadas sobre las paredes. El ambiente era tenso, como si todos estuvieran esperando que algo sucediera. El señor Santoro estaba sentado a la cabecera de la mesa, con Margery a su derecha, sosteniendo una copa de vino con la misma pose de una reina en su trono. Melody y Vanora ocupaban los asientos del otro lado, frente a tres chicas que Melody distinguió muy bien, las mismas que estaban a las espaldas de Margery en cuanto entraron al vestíbulo de la mansión. Eran las hijas de Margery: la mayor, con una expresión fría y calculadora; la del medio, con una sonrisa burlona que no llegaba a sus ojos; y la más joven, que parecía ser la única que no mostraba hostilidad abierta.
—Melody, Vanora —dijo el señor Santoro, rompiendo el silencio—, les presento a sus nuevas hermanas: Elara, Sophia y Casandra.
Melody y Vanora se sorprendieron con las palabras de su padre. Hermanastras, de ser así, quería decir que tenía una relación con la madre de esas jóvenes, y esa era Margery; por ello su comportamiento como si fuese la reina de todo; claro, si era la mujer del señor de la casa. Ese mismo hombre que, al menos hasta hace poco tiempo, se encontraba viudo.
«No tuvo la decencia de respetar el luto, ni por consideración a sus hijas», pensó Melody, conteniendo la ira que atravesaba por su pequeño cuerpo.
Melody miró a las tres chicas, sintiendo una oleada de incomodidad. Elara la observó con una mirada desafiante, como si estuviera evaluando a una rival. Sophia sonrió con malicia, como si supiera algo que Melody ignoraba. Solo Casandra le dedicó una sonrisa tímida, pero incluso ella parecía incómoda.
—Es un placer conocerlas —dijo Casandra en voz baja, mientras las otras dos permanecían en silencio.
—El placer es nuestro —respondió Melody, tratando de sonar cortés, pero no pudo evitar lanzar una mirada fría a Elara y Sophia. No estaba dispuesta a dejarse intimidar.
La cena transcurrió en un silencio incómodo, interrumpido solo por el sonido de los cubiertos chocando contra los platos. El señor Santoro parecía distraído, como si su mente estuviera en otro lugar, mientras Margery observaba a todos con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. Melody notó que Elara y Sophia intercambiaban miradas significativas, como si estuvieran compartiendo un secreto que nadie más conocía.
—He recibido noticias de mi laboratorio —dijo el señor Santoro de repente, rompiendo el silencio—. Debo ir mañana temprano para continuar con mis investigaciones sobre las flores wendias. Tengo una reunión con importantes botánicos de la ciudad, por lo que estaré ausente al menos dos días.
Elara inclinó la cabeza, sus labios se curvaron en una sonrisa que no llegó a sus ojos.
—Oh, qué interesante —murmuró con un deje de malicia apenas disimulado.
Nadie comentó más. La cena se hundió en una tensión silenciosa, el ruido de los cubiertos arañando la loza se hizo insoportable, y el silencio se volvió aún más pesado. Margery no dijo nada, pero su expresión era inescrutable.
—Espero que se porten bien en mi ausencia —añadió el señor Santoro, mirando a Melody y Vanora con una expresión que parecía mezclar preocupación y resignación.
La cena terminó poco después, con una sensación de hostilidad que flotaba en el aire. Melody se levantó de la mesa, sintiendo el peso de las miradas de Elara y Sophia sobre ella. Vanora la siguió en silencio, aferrándose a su brazo como si temiera quedarse sola en aquel lugar.
Melody, sin embargo, al subir por la gran escalera de mármol, sintió algo extraño. Una presencia.
El pasillo se volvió más oscuro de lo que debería. Un crujido lejano la hizo detenerse. Volteó la cabeza y lo vio.