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Las horas transcurrieron con la monotonía propia de un lunes, marcando el inicio de una nueva semana. La casa seguía su rutina con precisión mecánica, como si cada persona dentro de sus muros supiera perfectamente cuál era su papel en aquel techo de reglas y silencios.
Para Vanora, la llegada de la nueva institutriz había sido un alivio. No se diferenciaba demasiado de la anterior, lo que significaba que su paciencia se mantenía intacta ante su manera pausada y poco progresiva de responder a las preguntas. A diferencia de Vanora, Sophia no compartía aquel alivio. Le parecía absurda tanta indulgencia y no ocultaba su disgusto con miradas de hastío y resoplidos discretos. Para ella, la lentitud era sinónimo de estupidez, y la incompetencia era un defecto que no estaba dispuesta a tolerar.
En su familia, como en muchas de la alta sociedad, la educación se impartía dentro de la casa. Los niños, desde los siete hasta los doce años, recibieron lecciones en conjunto, no solo en materias académicas, sino también en modales y bordado, habilidades consideradas esenciales para una dama de buen nombre. Así, en aquella habitación sofocante y cargada de hilos y retazos de tela, se encontraron Sophia, Casandra, Vanora y Melody, atrapadas en la rutina de puntadas y lecciones sobre cómo comportarse con la gracia que se esperaba de ellas.
Vanora, con el ceño fruncido y la lengua apenas asomando entre sus labios, intentaba enhebrar la aguja bajo la atenta mirada de la institutriz. Llevaba ya varios minutos en el mismo intento infructuoso, sus dedos torpes temblaban de frustración mientras el hilo se deslizaba y fallaba en pasar por el ojo de la aguja una y otra vez.
—Con más suavidad, Vanora —susurró la institutriz, inclinándose a su lado—. Si tensas tanto los dedos, solo dificultarás el trabajo.
Vanora continuó avanzando con esfuerzo, pero no mejoró demasiado. El hilo volvió a salirse en el último instante y un suspiro de derrota se escapó de sus labios.
En la otra esquina de la mesa, Sophia apoyó la barbilla en la mano, observando la escena con una expresión de exasperación mal disimulada. Sin levantar demasiado la voz, murmuró con un deje de hastío:
—Gracias a la Madre, es mi último año con estas taradas.
El comentario era lo bastante bajo como para que la institutriz no lo oyera, pero no lo suficientemente discreto para escapar de los oídos de Melody que al instante se tensó. Sus dedos se crispaban sobre la tela, y aunque su mirada se mantuvo fija en su trabajo, una oleada de cólera le ardió en el pecho. Su mandíbula se presionó con fuerza, pero se obligó a contenerse. Sabía que encarar a Sophia solo le traería más problemas.
Elara, al ser mayor de doce años, ya no compartía aquellas clases con sus hermanas. Su instrucción era diferente, más avanzada, más cercana a las expectativas que recaerían sobre ella en su futuro como mujer adulta.
La tarde avanzó sin mayores sobresaltos, hasta que un sonido distinto a la normalidad de la casa interrumpió la calma: el crujir de la puerta principal abriéndose y cerrándose con firmeza. Unos pasos pesados resonaron en el vestíbulo, acompañados de un murmullo entre los sirvientes.
El crujido de la puerta principal aún resonaba en el aire cuando las niñas, incluido Margery, sintieron la presencia de la persona que estaba atravesando el umbral de la puerta. El señor Santoro había llegado.
Su presencia se extendía por la casa como una sombra melancólica, silenciosa y calculadora. Los sirvientes apresuraban el paso al cruzarse con él, enderezando la espalda instintivamente, temerosos de su mirada escrutadora. Sabían que se encerraría en el estudio, refugiándose entre papeles y licores, evitando cualquier interacción innecesaria. Nada en la mansión escapaba a su ojo meticuloso: cada vela encendida, cada mota de polvo en el suelo, cada prenda de vestir era evaluada con la misma lógica implacable: ¿necesidad o derroche? La ausencia de su primera esposa lo había vuelto más mezquino, y su nueva familia no le inspiraba indulgencia, sino hastío. Más que convivir con ellos, deseaba huir. Un deseo tan profundo que ni siquiera sus propias hijas de sangre lograron conmoverlo.
Para Melody y Vanora, la llegada de su padre no traía consigo alivio ni protección. No podía acudir a él en busca de amparo frente a Elara y Sophia. A decir verdad, empezaban a sospechar que él ni siquiera les tenía un poco de estima.
El comedor, habitualmente silencioso, se llenó de murmullos en cuanto la familia se reunió para la cena. La atmósfera estaba cargada de tensión apenas disimulada, y aunque la comida se servía con la misma pulcritud de siempre, el aire olía a resentimiento.
—No sé por qué seguimos tolerando estas cosas —dijo Sophia con una mueca de fastidio, dejando su cuchara en el plato con más fuerza de la necesaria—. Es completamente inaceptable.
El señor Santoro, que bebía su vino con la expresión ausente de quien preferiría estar en cualquier otro lugar, apenas alzó la vista.
—¿A qué te refieres? —preguntó, más por compromiso que por verdadero interés.
—A Melody, por supuesto —intervino Elara con frialdad, cruzando los brazos sobre la mesa—. Siempre es lo mismo. Nosotras seguimos las reglas, hacemos lo que se espera, pero ella… —hizo una pausa, mirando de reojo a su hermanastra con una sonrisa velada de desprecio—, bueno, es evidente que no tiene el mismo sentido de responsabilidad.
Vanora bajó la mirada a su plato, quitando la sopa con la cuchara. Melody, en cambio, se mantuvo firme, aunque podía sentir cómo las palabras de Elara se afilaban como cuchillas invisibles.
—Se ha negado a hacer sus tareas correctamente —continuó Sophia—. Y, como siempre, es imposible razonar con ella.
—Eso no es cierto —respondió Melody con voz tensa—. Siempre hago lo que se me pide.
—¡Ese no es el problema! —exclamó Margery con un mohín de disgusto—. Antes, Elara acusó a Melody de haberle robado unas figuras de ángeles y de convertir una en un demonio. Andrew, deberías prestar más atención a esas cosas… esas cosas no deben pasar en esta casa.