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Unas manos pequeñas sacudieron el cuerpo de Melody con urgencia. La voz de Casandra llegó a través del torbellino de su miedo, un susurro nervioso pero insistente.
—Melody, despierta... ¡despierta!
El mundo regresó en fragmentos. Su respiración agitada, el frío aferrándose a su piel, el peso de la oscuridad todavía oprimiendo su pecho. Pero la luz temblorosa de una vela parpadeó ante sus ojos, y tras ella, el rostro de Casandra, fruncido en una expresión de miedo y preocupación.
—Vamos —insistió la niña, tirando de su brazo con más fuerza de la que su cuerpecito delgado parecía capaz.
Melody, todavía aturdida, se dejó guiar. Sus piernas tambaleantes apenas respondían, pero el simple contacto con la calidez de Casandra le devolvió un atisbo de cordura. La puerta se abrió con un chirrido, y juntas se deslizaron por el pasillo en penumbras, con Casandra apretando los labios para no hacer ruido.
No se detuvieron hasta llegar a una pequeña habitación en desuso, apenas iluminada por la vela temblorosa que Casandra llevaba en las manos. Solo cuando la puerta estuvo cerrada, Melody se dejó caer contra la pared, jadeando.
Casandra la observó con el ceño fruncido y, con la ternura que solo una hermana menor puede ofrecer, usó una manga de su camisón para limpiar el rastro de lágrimas del rostro de Melody.
—Estás temblando… —susurró. Luego, en voz más baja, casi temerosa de la respuesta—. ¿Qué pasó?
Los ojos de Melody, hinchados y enrojecidos, la miraron en silencio por un momento. El temblor de su labio inferior la traicionó, pero finalmente, con voz rasposa, habló:
—Había algo en la habitación.
Casandra parpadeó.
—¿Algo?
—Una sombra... una cosa... —Melody abrazó sus propias rodillas, intentando controlarse—. Era oscura. Se movía en la pared... y gruñía.
Casandra sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Bajó la vista, mordisqueando su labio en un gesto pensativo. Cuando volvió a levantar la mirada, su voz fue apenas un murmullo.
—Yo también... siento cosas extrañas en esta casa —murmuró—. No sé explicarlo, pero a veces... siento que algo no está bien. Como si hubiera algo que no vemos, pero que está ahí.
Melody la miró con sorpresa, como si sus pensamientos se hubieran reflejado en la niña de siete años. Su mente, aún alterada, formuló una pregunta que no pudo contener:
—¿Tus hermanas son brujas?
Casandra parpadeó y luego soltó una risita nerviosa.
—¿Brujas? No, no lo creo. Aunque a veces... se comportan como si lo fueran —se encogió de hombros—. Pero no tienen escobas ni calderos.
Melody, a pesar de todo, sonrió levemente ante la inocencia de Casandra. Por un instante, la sensación de peligro se disipó un poco.
—Si fueran brujas, seguro serían brujas malvadas —bromeó Casandra, intentando aligerar el ambiente.
Melody asintió, aunque su sonrisa desapareció pronto. Sus recuerdos más recientes le pesaban demasiado.
Los meses transcurrieron, y con ellos, la crueldad de Elara y Sophia se volvió más afilada, más implacable. Al principio, eran pequeñas humillaciones: comentarios hirientes, tareas imposibles, miradas cargadas de desprecio. Pero con el tiempo, las burlas se convirtieron en castigos, las palabras en veneno y los juegos en tormentos calculados. Vanora, por algún motivo que Melody no logró comprender del todo, no sufría tanto como ella. No era que estuviera a salvo, pero la peor parte siempre recaía sobre Melody, como si su mera existencia fuera una afrenta para sus hermanastras.
Elara tenía ahora 21 años, y con cada día que pasaba, su sadismo parecía refinarse. Su placer no estaba en la simple superioridad, sino en el sufrimiento de su víctima. Sabía exactamente dónde golpear. Y lo hacía con la precisión de un verdugo que conoce bien su oficio.
Una noche, mientras el viento silbaba entre las rendijas de la vieja mansión, Casandra de nueve años, con su inocencia aún intacta, se atrevió a hacer la pregunta que nadie más osaba formular:
—Elara… ¿por qué odias tanto a Melody?
Elara se detuvo. Por un breve instante, su mirada oscura titiló con algo parecido a la sorpresa, pero se desvaneció tan rápido como apareció. No respondió. Solo esbozó una sonrisa ladina y siguió su camino, dejando a Casandra con el peso del silencio.
Pero la respuesta ya era evidente. No se trataba de un error de Melody, ni de una afrenta real. Elara la odiaba porque podía hacerlo. Porque le satisfacía. Porque en su mundo, la crueldad era un privilegio y ella era la reina indiscutible de su pequeño imperio de tormento.
Tal vez había algo más profundo, algo que ni siquiera ella misma se atrevía a admitir. Elara necesitaba que Melody sufriera porque, de algún modo retorcido, la existencia de la niña amenazaba lo que más valoraba: su derecho sobre la casa, sobre la sangre, sobre la herencia. Melody, a pesar de todo, seguía siendo la hija de su padre, y eso era suficiente para convertirla en enemiga.
Y donde Elara lideraba con fuego y furia, Sophia la seguía como una sombra. No tenía la misma ferocidad que su hermana mayor, pero su lealtad era inquebrantable. Si Elara despreciaba a Melody, ella también lo haría. Si Elara exigía obediencia, Sophia la reforzaría con susurros envenenados y miradas gélidas.
Margery, su madre, jamás intervendría. No porque no lo notara, sino porque simplemente no le importaba. O peor aún, porque lo aprobaba.
Y así, con cada día que pasaba, la casa se volvía más oscura, más hostil. Pero lo que nadie notaba era que Melody, bajo el peso de la crueldad, no se estaba rompiendo. Se estaba endureciendo.
Para ese entonces, Melody ya había cumplido 11 años y las tensiones en la casa habían alcanzado un punto crítico. La crueldad de Elara se había vuelto más directa, más descarada, y su agresividad, más palpable. Melody, que antes había soportado en silencio, ya no podía mantenerse al margen. Algo en su interior se estaba rompiendo, pero no de la manera que Elara esperaba. Cada día que pasaba, el fuego de su frustración crecía, y las palabras, tan afiladas como cuchillos, finalmente comenzaron a salir.