Melody

Capítulo 7: El último refugio.

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Melody y Vanora se encerraron en su habitación, un pequeño santuario en medio del caos que reinaba en la casa Santoro. Las paredes, aunque frías y austeras, se sentían más acogedoras que cualquier otro rincón de la mansión. El primer día transcurrió en silencio, como si el mundo exterior hubiera dejado de existir. No bajaron a desayunar, ni almorzaron, ni cenaron. Su ausencia fue como un vacío que se extendió por los pasillos, una sombra que nadie se atrevió a mencionar en voz alta. Andrew, como siempre, evitó cualquier confrontación, sumergido en sus propios asuntos. Margery, por su parte, hervía de indignación, aunque mantenía su furia contenida tras una máscara de indiferencia.

Pero en la cena del segundo día, su disgusto estalló.

—Tus hijas hoy no realizaron ninguna tarea en la casa —se quejó, su voz cargada de reproche y desdén—. ¿Acaso creen que pueden hacer lo que quieran sin consecuencias?

Andrew, sentado a la cabecera de la mesa, levantó apenas la mirada de su taza de té. Su expresión era impenetrable, como si las palabras de Margery fueran solo un eco lejano.

—Hay tres niñas más en esta casa —respondió con calma, casi distraído—. ¿Ellas también hicieron algo?

Un silencio incómodo cayó sobre la mesa. Casandra, la menor de las hijas de Margery, bajó la mirada hacia su plato, insegura. Sophia, solo observaba a Margery y Elara esperando una reacción. Elara, la mayor, apretó el tenedor con tanta fuerza que sus nudillos palidecieron. Margery, atrapada entre la ira y la falta de argumentos, guardó silencio, aunque sus ojos brillaban con resentimiento.

—Por supuesto —dijo Andrew finalmente, exhalando un suspiro cansado—. Así serán las cosas entonces —murmuró, más para sí mismo que para los demás. Luego continuó cenando, como si el asunto estuviera zanjado.

Pero no lo estaba. Con el paso de los días, la misma rutina se repitió. Melody y Vanora no abandonaban su refugio. Se mantenían juntas, aisladas del veneno que impregnaba la casa. La frustración de Margery creció al punto de volverse insoportable, y sus constantes quejas hicieron que Andrew tomara una decisión inesperada: volvió a contratar más servidumbre para acallar las protestas de las demás mujeres. Sin embargo, la tensión en la casa seguía siendo palpable, como una tormenta a punto de estallar.

A pesar de todo, las noches seguían siendo su verdadero refugio. Cuando todos dormían, Melody y Vanora bajaban descalzas por los pasillos oscuros, con el corazón latiéndoles de emoción y miedo. Robaban leche y galletas de la cocina, se escabullían de vuelta y se recostaban en la cama para compartir su pequeño festín clandestino. Pasaban las horas susurrando, leyendo, jugando a la luz de una vela casi consumida. En esos momentos, el mundo fuera de su habitación dejaba de existir. En su pequeño universo de confidencias y risas, no había castigos ni humillaciones.

Una de esas noches, mientras ambas compartían el lecho, Vanora rompió el silencio con un hilo de voz tembloroso:

—Melody…

—¿Qué sucede? —respondió su hermana, girándose hacia ella.

Los ojos de Vanora brillaban con una mezcla de emoción y tristeza.

—Eres la persona más valiente que conozco —susurró—. Me siento muy bendecida de tener una hermana como tú.

Melody sintió cómo un nudo se formaba en su garganta. La sinceridad de Vanora, la inocente devoción en su voz, la desarmó por completo.

—Yo también soy muy bendecida por tenerte en mi vida —confesó—. Sin ti, posiblemente perdería la cabeza.

Ambas se echaron a reír, aunque solo Melody entendió la oscura verdad que se escondía tras sus palabras. Vanora no tenía idea de cuánto significaba para ella, de cómo su existencia era el único ancla que la mantenía firme en una realidad sofocante y cruel.

Pero aquella paz clandestina no duró mucho. Una mañana, alguien llamó a la puerta de su habitación. Melody y Vanora se miraron, inquietas. No era común que alguien se molestara en buscarlas.

Con cautela, Melody giró el pomo y abrió. Al otro lado del umbral, su institutriz las esperaba con una sonrisa radiante.

—Mis queridas niñas —dijo con dulzura—. Es hora de regresar a la rutina. Acompáñenme.

No fue una petición. Fue una orden envuelta en seda. Y así, todo volvió a la normalidad.

Tal vez para compensar la situación o por simple capricho, las tutorías fueron reinstauradas. Habían sido eliminadas como parte del castigo impuesto a las niñas, pero ahora regresaban, como un resquicio de normalidad. Fue así como finalmente Melody y Vanora se vieron obligadas a salir de su habitación durante el día.

Aunque no todos estaban complacidos con el nuevo cambio. Desde la oscuridad de una habitación en la mansión, con los dedos crispados y una mirada llena de resentimiento, Elara meditaba. Y estaba furiosa.

Elara no podía soportar la idea de que Melody y Vanora recibieran atención especial. Para ella, eran intrusas, una mancha en la perfección. Cada vez que las veía, su ira crecía, alimentada por el resentimiento y la envidia. Una tarde, mientras Melody caminaba por el pasillo, Elara la interceptó.

—¿Crees que eres especial? —le espetó, su voz cargada de veneno—. No eres más que una basura. Nadie te quiere aquí.

Melody la miró con calma, aunque su corazón latía con fuerza. Sabía que responder solo empeoraría las cosas, pero no podía quedarse callada.

—No necesito que me quieras —dijo con firmeza—. Tengo a mi hermana, y eso es más que suficiente.

Elara soltó una risa fría.

—Vanora es solo una niña. No estará contigo para siempre.

—Al menos ella me quiere, pero a ti ¿quien te quiere?

Dio media vuelta y se alejó, dejando a Elara con un nudo de ira en el pecho.

Un día, al regresar a su habitación, Melody y Vanora se encontraron con una escena desconcertante: dos sirvientes estaban sacando las pertenencias de Melody, empaquetándolas y llevándolas a otro lugar. La niña sintió un escalofrío recorrer su espalda y avanzó con pasos firmes hacia ellos.



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En el texto hay: gotico, suspenso, terrorpsicologico

Editado: 29.03.2025

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