Melody

Capítulo 8: Pústula y Letargo.

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El viento ululaba entre los viejos muros de la mansión, filtrándose por las rendijas como un susurro maligno. La noche se asentaba con pesadez sobre la casa, y en su interior, algo insidioso comenzaba a arraigar. No era solo la lluvia que anunciaba su llegada con ráfagas heladas, sino algo más profundo, más oscuro, que se enroscaba en las sombras y se adhería a la piel como una maldición.

La enfermedad se manifestó primero en Margery. Al principio, fueron solo migrañas, un leve temblor en los dedos, y una fatiga que atribuía a la llegada del invierno y a las preocupaciones del hogar. Pero pronto, los síntomas se volvieron imposibles de ignorar. Su piel adquirió un tono cetrino, como si el sol que una vez la había bronceado en sus paseos por el jardín hubiera sido reemplazado por una luz enfermiza y opaca. Sus ojos, antes vivaces y llenos de determinación, se hundieron en las cuencas, rodeados de sombras oscuras que parecían extenderse cada día más. Sus manos, que antes manejaban con destreza la aguja y el hilo, temblaban incluso cuando sostenía su costura o un vaso de té. El simple acto de beber se convirtió en una tarea casi imposible, y más de una vez el líquido se derramó sobre su regazo, manchando su vestido con manchas oscuras que parecían lágrimas de tinta.

Luego vinieron las fiebres y el insomnio. Margery, que siempre había sido una mujer de rutinas estrictas, comenzó a deambular por la casa en la noche, murmurando cosas sin sentido, tocando las paredes como si quisiera asegurarse de que todavía estaban allí. Sus pasos, antes firmes y decididos, se volvieron vacilantes, como si el suelo bajo sus pies fuera inestable. A veces, se detenía frente a los retratos familiares que colgaban en el pasillo, observándolos con una expresión de desconcierto, como si no recordara quiénes eran esas personas o por qué sus rostros le resultaban familiares; En una ocasión, se quedó mirando fijamente el retrato de la antigua señora Santoro, como si en sus ojos inertes y su sonrisa se ocultara la razón de todas sus penas. Otras veces, se sentaba en el escalón más bajo de la escalera, abrazándose a sí misma y susurrando palabras que nadie podía entender.

Elara, la hermana mayor, intentó mantener la compostura. Margery había sido la líder de la familia desde que su padre murió, y estaba acostumbrada a tomar decisiones difíciles. Pero ver a su madre, siempre tan fuerte y segura de sí misma, reducida a una sombra de lo que era, la llenó de una angustia que no podía expresar. Por las mañanas, se sentaba junto a la cama de su mamá, sosteniendo su mano fría y húmeda, y le hablaba en voz baja, como si sus palabras pudieran devolverle algo de la vitalidad que había perdido. Pero Margery apenas respondía. Sus ojos, vidriosos y distantes, parecían mirar más allá de Elara, hacia algo que solo ella podía ver.

Cuando Sophia comenzó a sentirse mal, Margery ya apenas se levantaba de la cama. A la joven primero se le cerró el apetito, algo que no pasó desapercibido en una casa donde la comida nunca se negaba. Sophia apenas llegaba a tocar su plato. Sus mejillas, antes sonrosadas y llenas de vida, se hundieron, y sus ojos adquirieron un brillo febril que no auguraba nada bueno. Después le llegaron escalofríos que no la abandonaban ni junto al fuego. Se envolvía en mantas gruesas, pero el frío parecía venir de dentro, como si algo helado se hubiera instalado en su pecho y se negara a irse.

Sus pesadillas fueron lo peor. Sophia, comenzó a despertarse gritando en medio de la noche, con los ojos desorbitados y la respiración entrecortada. A veces, sus gritos eran tan desgarradores que Casandra corría a su habitación, temiendo lo peor. Pero cuando llegaba, Sophia ya no recordaba qué la había aterrorizado tanto. Solo miraba a su hermana menor con una expresión de miedo y confusión, como si no estuviera segura de quién era o por qué estaba allí.

Su carácter cambió. La obediencia ciega que había mostrado siempre hacia Elara se desdibujó en una mezcla de irritabilidad y miedo. Algunos días, apenas hablaba, sentada en un rincón de la sala con las rodillas pegadas al pecho, observando a los demás con ojos desconfiados. Otros, parecía no recordar lo que había dicho o hecho solo horas antes. Una tarde, mientras Elara intentaba convencerla de que comiera algo, Sophia la miró con una expresión vacía y murmuró:

—No puedo. No es seguro.

Cuando Elara le preguntó qué quería decir, Sophia solo sacudió la cabeza y se apartó, como si hablar fuera demasiado peligroso.

Vanora, la hermana menor de Melody, fue la última en enfermar. Al principio, la niña se mostró más callada de lo habitual, observando a todos con sus grandes ojos oscuros. Era como si, en su inocencia, Vanora sintiera que algo andaba mal antes que los demás. Se sentaba en el suelo, jugando en silencio con la muñeca de trapo que su madre le había regalado años atrás, pero su mirada a menudo se perdía en la distancia, como si estuviera escuchando algo que nadie más podía oír. Luego empezó a palidecer, y su mirada adquirió un brillo febril que contrastaba con su piel cada vez más pálida. Se quejaba de un frío que no la dejaba en paz, incluso cuando la cubrían con mantas gruesas y la sentaban junto al fuego. Su pequeño cuerpo se estremecía de forma incontrolable en las noches, y su piel clara, se volvió translúcida como la cera.

A veces, cuando la fiebre la hacía delirar, Vanora llamaba a Melody con voz quebrada.

—Melody, ¿estás ahí? —, susurraba, extendiendo una mano temblorosa hacia la oscuridad.

Pero cuando Melody se acercaba, Vanora apartaba la mirada, como si no la reconociera o temiera ver algo en su rostro. Esos momentos eran los más difíciles para Melody. Intentaba consolarla, acariciándole el pelo y cantándole canciones de cuna que su madre les había enseñado, pero Vanora apenas parecía notar su presencia. Era como si algo la hubiera arrancado de su lado, llevándola a un lugar donde Melody no podía alcanzarla.



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En el texto hay: gotico, suspenso, terrorpsicologico

Editado: 29.03.2025

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