Melody

Capítulo 10: Sombras de ruina.

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El aire en la mansión se había vuelto más pesado, más denso, como si el mismo polvo que se negaba a ser sacudido cubriera también los corazones de quienes la habitaban. Melody despertó esa mañana con la sensación de que algo se había roto de manera irreparable, una grieta silenciosa que nadie más parecía notar. El sol apenas se filtraba por las cortinas pesadas de su habitación, y el silencio era tan opresivo que podía escuchar el latido de su propio corazón, acelerado por una ansiedad que no podía nombrar.

Las tutorías habían terminado para ella, aunque no lo sabía para ese entonces. Cuando bajó por las escaleras aquella mañana, observó a Casandra tomar su cuaderno con la naturalidad de quien sabe la rutina a seguir del día a día. Melody hizo ademán de hacer lo mismo con su cuaderno, pero antes de que pudiera tocarlo, una mano firme la detuvo.

—Tú no —sentenció Margery, su voz tan fría como el mármol del suelo bajo sus pies.

Melody la miró, confundida. Casandra ya se había adentrado en la habitación donde la institutriz las esperaba, sin voltear siquiera a mirar atrás.

—A partir de hoy, tienes otras tareas. Ve con la jefa de servidumbre —añadió Margery, sin dar más explicaciones.

No hubo oportunidad de refutar, de protestar. Melody simplemente fue guiada a la cocina, donde la jefa de servidumbre, una mujer de rostro severo y manos callosas, le explicó sus nuevas obligaciones. A diferencia del resto del personal, ella no tenía asignaciones específicas ni descansos entre tareas. Su labor era continua, incesante. Fregar los suelos de cada pasillo, sacudir los pesados cortinajes de la mansión, limpiar las chimeneas con una intensidad que hacía que sus dedos terminaran cubiertos de hollín y sus uñas astilladas. Pero la tarea más dura llegó cuando la enviaron al patio trasero: debía picar leña.

El hacha era pesada, y sus manos, aún pequeñas y frágiles, apenas podían sostenerla con firmeza. La primera vez que intentó partir un tronco, la hoja del arma se clavó apenas en la madera, sin partirla por completo. Respiró hondo y golpeó de nuevo. Y de nuevo. Hasta que su piel se llenó de ampollas y la ropa le quedó pegada al cuerpo por el sudor. Nadie salió a observarla ni a compadecerse de ella. Ni siquiera los sirvientes parecían dispuestos a mirarla demasiado tiempo.

Los días pasaron en un interminable vaivén de trabajos extenuantes. La noche era su único refugio, aunque el cansancio le impedía incluso llorar. Sin embargo, el punto de quiebre llegó cuando se encontró con su padre.

Andrew estaba de pie en el vestíbulo, poniéndose su abrigo de viaje. Por un instante, Melody sintió una chispa de esperanza: tal vez él la sacaría de esa humillación, tal vez vería la injusticia. Pero cuando sus miradas se cruzaron, su padre no dijo una palabra. La observó de pies a cabeza, tomando nota de su ropa de sirvienta, de sus manos enrojecidas y sucias, de su cabello revuelto por la fatiga.

Y luego, simplemente se marchó.

El sonido de la puerta cerrándose resonó como un trueno en su cabeza. Su pecho se llenó de una ira sorda y abrasadora. Quería gritar, correr tras él y obligarlo a mirarla, a explicarle por qué la había abandonado de ese modo. Pero la furia se apagó tan rápido como llegó, dejando en su lugar un vacío helado. Había perdido a Vanora. Había perdido la poca estabilidad que tenía. Ahora, perdía incluso la dignidad.

Esa noche, sentada en el suelo de su habitación, Melody miró sus manos con indiferencia. Las ampollas se habían abierto y cerrado tantas veces que la piel parecía de pergamino agrietado. Algo dentro de ella estaba cambiando, algo oscuro y antiguo que dormía en su interior comenzaba a despertarse. Y aunque aún no entendía qué era, sabía que cuando finalmente emergiera, no habría vuelta atrás.

El frío del suelo de madera se filtraba a través de su delgado vestido, pero Melody no se movió. Sus pensamientos eran un torbellino de emociones: rabia, tristeza, confusión. Y, en medio de todo eso, una soledad tan profunda que le dolía el pecho. Había perdido a Vanora, su hermana menor, su confidente, su única aliada en un mundo que siempre le había dado la espalda. Ahora, incluso su padre la había abandonado como siempre, dejándola a merced de Margery y sus órdenes frías e implacables.

Un suave golpe en la puerta la sacó de sus pensamientos. Melody levantó la cabeza, sorprendida. No esperaba visitas a esa hora de la noche. Antes de que pudiera decir algo, la puerta se abrió lentamente y apareció Casandra, su hermanastra de nueve años, la misma edad que Vanora, con una pequeña vela en una mano y un frasco de ungüento en la otra.

—Melody —susurró Casandra, cerrando la puerta con cuidado detrás de ella—. ¿Estás despierta?

Melody asintió en silencio, observando a la niña con una mezcla de curiosidad y cautela. Casandra era la única en la mansión que siempre la había tratado con amabilidad, pero incluso así, Melody no sabía qué esperar. La vida le había enseñado a desconfiar, incluso de aquellos que le eran cercanos.

—Te vi hoy en el patio —dijo Casandra, acercándose lentamente—. Tus manos... están lastimadas.

Melody bajó la mirada hacia sus manos, como si solo ahora se diera cuenta del estado en que estaban. Las ampollas habían reventado, dejando la piel en carne viva, y los dedos temblaban levemente por el esfuerzo acumulado. No dijo nada, pero Casandra no necesitaba palabras. Con una delicadeza que contrastaba con su corta edad, se sentó frente a Melody y colocó la vela en el suelo.

—Mamá no debería haberte hecho hacer todo eso —murmuró Casandra, abriendo el frasco de ungüento—. No es justo.

Melody sintió un nudo en la garganta. La voz de Casandra era tan suave, tan llena de preocupación genuina, que le recordó a Vanora. Y ahora, viendo a Casandra con esos ojos grandes y llenos de compasión, Melody no pudo evitar sentir que un pedazo de Vanora estaba allí, en esa habitación, con ella.



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En el texto hay: gotico, suspenso, terrorpsicologico

Editado: 29.03.2025

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