CAPÍTULO 2 LA CUNA DE CAJA
(16 de marzo de 1995 - Casa de Rosa)
El amanecer del 16 de marzo de 1995 no trajo promesas de esperanza al barrio Las Brisas. La luz que se filtraba por los visillos rotos de la casa de Rosa Maldonado era un velo gris, perezoso y frío, que apenas se atrevía a disipar las sombras. El ulular de la tormenta de la noche anterior había menguado a un lamento constante de goteras y el chirrido esporádico de tablas podridas bajo el peso invisible de la casa vieja. El ronquido gutural de Rosa, emanando de un cuarto al fondo, era el único signo de vida consciente, una respiración pesada que ahogaba cualquier otro sonido en la desolación de la mañana.
Dentro de la caja de madera, donde la noche anterior había sido depositada como un paquete olvidado, Melody sintió la puñalada del frío antes que cualquier otra cosa. Era un frío que le calaba los huesos diminutos, un abrazo helado que se apretaba a su piel aún sensible y enrojecida. Sus manitas, que horas antes se habían aferrado instintivamente al pecho de su madre, ahora se agitaban en el aire sin encontrar consuelo. El hambre, una punzada cruda y voraz, se sumaba a la incomodidad de la manta raída que la envolvía, áspera contra su piel.
Su primer quejido fue apenas un suspiro, un ruidito tenue que se perdió entre el goteo constante de una gotera cercana. No era el llanto desesperado de un bebé recién nacido que clama por atención, sino un lamento ahogado, un instinto primario de dolor y abandono. Sus pulmones, apenas estrenados, se inflaron una y otra vez en un esfuerzo por producir el sonido que la salvara, el grito que atrajera el calor, el alimento, la vida. Pero nadie escuchaba. Solo el eco de su propio esfuerzo se reflejaba en el interior oscuro de la caja.
La mañana avanzaba lentamente. El sol, si es que alguna vez se asomó, fue incapaz de penetrar la suciedad de los cristales o la densidad de la neblina que flotaba sobre el barrio. Melody, con los ojos todavía cerrados, percibía el mundo como una amalgama de sensaciones difusas. El olor a humedad rancia y a alcohol añejo era el aire que respiraba. Los sonidos se distorsionaban: el arrullo distante de un perro, el motor de un vehículo viejo que pasaba por la calle, el leve chirrido de una puerta en alguna casa vecina. Y de vez en cuando, filtrándose como una promesa de otro mundo, la estática y una melodía difusa de una radio en alguna parte, que se unía y se disolvía en el ruido de fondo.
Pasó una hora, o quizás dos. Para Melody, cada minuto era una eternidad de frío y una punzada creciente de hambre. El llanto, al principio débil, comenzó a intensificarse. Se volvió un aullido pequeño y persistente, una queja que, a pesar de su insignificancia, resonaba en el silencio desolador de la casa. Sus puños se cerraban y abrían, sus piernecitas pataleaban, un esfuerzo inútil por liberarse de la prisión de madera y manta.
Finalmente, un fuerte resoplido vino del fondo de la casa. Pasos arrastrados resonaron, seguidos por un golpe seco. Rosa Maldonado apareció en el umbral de la cocina, con el cabello revuelto y el rostro surcado por las marcas de una noche de excesos. Sus ojos pequeños y hundidos se posaron en la caja sobre la mesa, como si acabara de recordar su contenido.
-"¿Todavía viva, mocosa?" -masculló Rosa, la voz ronca por el alcohol y el sueño-. "Qué plaga."
Se dirigió al fregadero, abrió el grifo y dejó correr el agua con un chorro que hizo temblar las tuberías oxidadas. Con un vaso sucio, bebió ruidosamente, luego escupió en el lavabo. Melody, con un último esfuerzo, emitió un quejido más fuerte, casi un gemido.
-"¡Cállate ya!" -gritó Rosa, golpeando la mesa con la palma de la mano, haciendo que la caja se tambaleara.
Melody se sobresaltó, su pequeño cuerpo se tensó. El llanto se cortó abruptamente, reemplazado por jadeos entrecortados. Rosa la miró con una mezcla de fastidio y una pizca de curiosidad macabra. Se sirvió un trago de whisky en el mismo vaso y lo bebió de un solo trago, el líquido ámbar desapareciendo por su garganta.
-"A ver qué haces tú" -murmuró para sí misma, susurrando más allá de la niña, como si se dirigiera a un fantasma-. "El Eliseo siempre trayendo problemas."
Con un suspiro exasperado, Rosa cogió una botella de leche rancia que estaba en la nevera, el olor agrio era casi tan fuerte como el alcohol en su aliento. Tomó el paño sucio de la noche anterior, lo empapó y, con un movimiento brusco, lo metió en la boca de Melody. La niña, aturdida por el sabor y la textura extraña, succionó débilmente por instinto, tragando un poco del líquido rancio. No era consuelo, no era alimento, pero por un momento, el reflejo de la succión silenció su llanto.
Rosa se encogió de hombros. -"Así está bien. Menos ruido."
Dejó el paño medio metido en la boca de la bebé y la volvió a cubrir con la manta, casi por completo, como si quisiera que desapareciera. Luego, se sentó en una silla coja, encendió un cigarrillo y observó el humo que se elevaba hacia el techo manchado. Afuera, el sol intentó asomarse de nuevo, proyectando un rayo tenue de luz sobre la caja. Dentro, Melody, con el estómago aún vacío y el frío invadiéndola, sentía cómo su pequeña existencia se reducía a un solo, persistente latido de corazón en la oscuridad. El mundo no la quería. Y en esa casa, el silencio, solo roto por los ruidos de la vida cruel de Rosa, era el único compañero de su cuna de caja. Cada minuto que pasaba era una lección de supervivencia, un grabado en su alma de las cicatrices que ya prometían ser parte de ella.