Memoria del Alma que Nunca Fue

PARTE UNICA

Mi nombre es Elías, tengo treinta y tres años y hasta hace poco pensaba que llevaba una vida ordinaria. Trabajo como archivista en el Archivo Histórico Central, un lugar sombrío lleno de papeles viejos, expedientes sin rostro y documentos que nadie ha pedido en décadas.

Me gusta ese silencio. Me permite pensar… o al menos eso creía.

Todo comenzó un miércoles. Lo recuerdo con precisión absurda. El sonido de la lluvia golpeando el tragaluz del archivo, el olor a papel húmedo, y la voz de Estela rompiendo la quietud con su tono dulce pero afilado como siempre.

—Hay una caja que acaban de dejar, Elías. No tiene código. Está marcada con tu nombre.

—¿Mi nombre?

—Sí. A mano. Con tinta.

Eso era extraño. Nadie escribe a mano en el archivo. Todo está digitalizado, sistematizado, fríamente codificado. Las letras sobre la tapa de la caja eran firmes, negras, inclinadas ligeramente hacia la izquierda. Elegantes… casi familiares.

E. Müller”.

Lo abrí sin pensar, sintiendo un escalofrío recorrerme la espina. Dentro había un único expediente, grueso, forrado en tela oscura, con una nota encima.

"Recuerda lo que nunca fuiste. Y no olvides lo que aún te espera."

La caligrafía… era la mía.

Empecé a leer. Al principio eran simples informes clínicos, fotografías antiguas en sepia, registros de un hospital psiquiátrico que cerró en 1963: Instituto San Rafael para el Tratamiento del Trauma Disociativo. Nunca había oído de él. Pero algo en esos informes me resultaba inquietantemente familiar.

Había un paciente: Caso 71-B. Sin nombre. Sin edad exacta. Diagnosticado con “memoria implantada inducida por trauma extremo”.

Lo más perturbador era la descripción física. Altura: 1.82. Cabello oscuro. Ojos grises. Cicatriz debajo del pómulo izquierdo.
Eran mis rasgos. Era… yo.

Imposible, ¿verdad?

Pero cada página que leía me consumía más. Como si no estuviera descubriendo algo nuevo, sino desenterrando lo que había estado encerrado demasiado tiempo.

Durante las noches, empecé a tener sueños. O, al menos, eso quería creer. En ellos, estaba en una habitación blanca, sin ventanas. Una lámpara colgaba sobre mí, oscilando levemente. Frente a mí, una mujer joven con un vestido verde me miraba con tristeza.

—No fue tu culpa, Elías —me decía siempre—. No podías detenerlo.

No sabía quién era. Pero su voz me quebraba. Era como si mi alma recordara algo que mi mente aún no alcanzaba.

A la mañana siguiente, me desperté con una cicatriz en la palma de la mano. No sangraba. Era vieja, como de años. Nunca la había visto antes.

Fui al archivo esa noche. No pude evitarlo. Tenía que leer más.

Encontré una carta escondida entre las páginas del expediente. Fechada en 1958, firmada por una tal Doctora Clara Weiss. En ella relataba cómo el paciente 71-B desarrolló recuerdos de otra vida, otra familia, otro crimen… como si hubiera absorbido la historia de alguien más.

Lo llamaban el “Huérfano del Olvido”. Nadie sabía de dónde vino. Fue encontrado en la entrada del hospital, inconsciente, con el expediente en las manos… el mismo que yo ahora tenía.

¿Estaba perdiendo la razón?

¿O había algo más?

Necesitaba respuestas. Y sabía dónde empezar.

Busqué a Estela. Ella llevaba más años en el archivo que yo. Quizá había visto antes ese nombre. O esa caja. Pero cuando le mostré el expediente, palideció.

—Esto no puede ser… —susurró—. Elías, esto no estaba aquí ayer.

—¿Qué quieres decir?

—Yo… lo archivé hace años. Pero desapareció. Pensamos que alguien lo había sustraído. ¿Por qué está ahora con tu nombre?

—Porque… porque creo que yo soy él.

Estela me miró como si hubiera dicho una locura. Pero sus ojos… sus ojos mostraban miedo. No de mí. De algo más.

—Vete a casa, Elías. Esto… esto no es tuyo. No lo abras más.

Pero ya era tarde.

Esa noche, tuve otro sueño. Más vívido.

Estaba en una casa antigua. Afuera, la lluvia golpeaba con furia. Dentro, una niña lloraba. Tenía unos siete años. El vestido verde. El cabello mojado.

—¡Por favor, Elías! ¡Ayúdame! ¡Papá viene, y está enojado!

Y entonces lo vi. Un hombre. Alto. Con un cinturón de cuero en la mano. Sus ojos… eran los míos.

Me desperté gritando. El reloj marcaba las 3:03 a.m. En mi mano… la misma cicatriz. Más profunda.

La historia se repetía cada noche. Y con cada sueño, más fragmentos volvían a mí: una familia rota. Un incendio. Gritos. Culpas. Una mujer empujada por las escaleras. Una niña desaparecida.

¿Eran mis recuerdos?

¿O los del Huérfano del Olvido?

Fui al hospital abandonado de San Rafael. El edificio seguía en pie, aunque carcomido por el tiempo. Entré. La sala principal era un mar de polvo y ecos.

Y allí, en la habitación número 13, estaba escrito en la pared con sangre reseca:

"El alma no olvida lo que el cuerpo entierra."

Mi cuerpo se congeló. Las paredes empezaron a latir, como si el edificio respirara. Y lo escuché.

Un susurro.

"Recuerda lo que nunca fuiste…"

Encontré un espejo viejo, colgado en una habitación. Me miré… y vi al hombre del sueño. Vi al monstruo. Pero también vi a la niña, reflejada a mi espalda.

—No eras tú —me dijo—. Pero lo sentiste. Porque tu alma… la tomó.

Y entonces lo entendí.

Yo no era Elías Müller.

Nunca lo fui.

Mi vida era una construcción, una historia tejida sobre la memoria de otro. Mi alma, vacía, se llenó con la del Huérfano. Aquel niño sin nombre, cuya historia quedó atrapada entre las páginas olvidadas.

Y yo… yo era el recipiente.

Volví a casa. Quemé el expediente. Las páginas gritaban mientras ardían, como si la memoria luchara por no morir. Pero debía hacerlo. No por mí, sino por la niña, por Clara, por el niño que nunca tuvo voz.



#589 en Thriller
#275 en Misterio
#198 en Suspenso

En el texto hay: misterio, suspenso, psique

Editado: 23.04.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.