La feria, con su mezcla de luces brillantes, música animada y aromas tentadores de comida, debería haber sido un escape. Pero para Cariel, el bullicio era apenas un murmullo lejano. Sentía el peso de algo indefinible aplastándole el pecho, una sensación que había aprendido a reconocer como un mal presagio.
Caminaba detrás de sus amigos, esforzándose por parecer despreocupado. Andrew y Mila se reían por alguna tontería, mientras Krist y Jaxon discutían sobre quién era mejor en algún videojuego. Todo era ruido, caos, alegría que parecía existir en un mundo al que él no pertenecía.
Un escalofrío le recorrió la columna, congelándolo en seco. Sus pies se detuvieron por puro instinto antes de que su mente entendiera qué había captado su atención. A la derecha, más allá de los puestos de comida y las risas, vio algo que hizo que su estómago se revolviera.
Dos hombres estaban golpeando a un chico de su edad. Uno lo sostenía por el cuello de la camiseta mientras el otro descargaba puñetazos sobre su rostro. Los golpes eran secos, crueles, resonando en el aire como bofetadas. El chico no gritaba; su cuerpo solo reaccionaba al impacto, moviéndose como una marioneta rota.
Todo el ruido de la feria desapareció para Cariel. El mundo se redujo a esa imagen, a esa violencia cruda que le recordó, como una bofetada, a Paloma. La impotencia que sintió aquella vez regresó con fuerza, rasgándole el alma como un cuchillo.
—¡Ya vuelvo! —gritó a sus amigos, pero no esperó una respuesta. Su cuerpo se movió antes de que su mente pudiera detenerlo.
—¿Cariel? —llamó Krist, pero su voz se perdió en la multitud.
Cariel corría, sus pasos firmes pero torpes, abriéndose paso entre las personas que lo miraban extrañadas. Su corazón martillaba en sus oídos, cada latido lleno de rabia y adrenalina. En su camino, agarró una copa de vidrio de una mesa cercana. Ni siquiera lo pensó; solo lo hizo, como si fuera un reflejo, una extensión de la ira que lo consumía.
Cuando llegó a la escena, los hombres ni siquiera lo notaron al principio. Uno estaba demasiado ocupado golpeando al chico mientras el otro reía, animándolo. El chico agredido, con el cabello rojo desordenado y el rostro cubierto de sangre, apenas se sostenía en pie.
—¡Oigan! —gritó Cariel con la voz rasposa, su rabia contenida en cada sílaba.
El hombre que reía se giró hacia él, sorprendido. No tuvo tiempo de reaccionar. La copa de vidrio se estrelló contra su cabeza con un crujido sordo, haciéndolo caer de rodillas. El otro hombre soltó al chico y encaró a Cariel, su rostro una mezcla de furia y desconcierto.
Cariel apenas sintió el dolor cuando el hombre lo empujó contra una pared. Su espalda golpeó la madera de un puesto cercano, y el aire se le escapó de los pulmones. Pero no se detuvo. Levantó el puño y lanzó un golpe que impactó contra la mandíbula del agresor.
—¡Basta! —gritó alguien. La voz de una mujer se alzó entre el bullicio, y Cariel pudo sentir cómo la atención de la multitud comenzaba a centrarse en ellos.
El agresor lo miró con odio antes de dar un paso atrás. Agarró a su compañero herido y ambos desaparecieron entre la gente. Cariel respiraba con dificultad, sus manos temblorosas, y miró al chico que seguía allí, tambaleándose.
—¿Estás bien? —preguntó Cariel, su voz apenas audible por la adrenalina que aún lo inundaba.
El chico asintió débilmente, aunque la sangre que corría por su frente contaba otra historia. Se apoyó contra una pared cercana, dejando escapar un suspiro tembloroso.
—Gracias... —murmuró.
—No tienes por qué agradecerme. No podía quedarme mirando. —Cariel respiró profundamente, intentando calmarse.
—Me llamo Can —dijo el chico, mirándolo con una leve sonrisa a pesar de su estado.
—¿En serio te llamas así? —preguntó Cariel, aún con el ceño fruncido.
—Es un apodo. —La sonrisa de Can desapareció, y su mirada se endureció. —Soy el líder de una banda.
El estómago de Cariel dio un vuelco. No podía creer lo que estaba oyendo. Can era tan joven, parecía casi de su misma edad, y la idea de que fuera líder de una banda lo desconcertaba.
El bullicio de la feria quedó atrás, pero para Cariel, el eco de los golpes aún resonaba en su mente. Miró al chico frente a él, Can, mientras intentaba procesar lo que acababa de escuchar.
—No puede ser... te ves más o menos de mi edad —murmuró Cariel, su voz cargada de incredulidad.
Can soltó una leve risa, aunque el gesto parecía más forzado que natural. Se limpió la sangre de la frente con la manga de su chaqueta y levantó la mirada. Sus ojos reflejaban algo que no cuadraba con su edad: experiencia, dureza, quizás incluso un atisbo de desesperación.
—Tranquilo, no te haré daño. Me salvaste la vida, y te lo debo —respondió Can, su tono ahora mucho más serio. Su postura cambió, enderezándose como si estuviera asumiendo un rol que no podía evitar—. Quiero que me acompañes, como agradecimiento.
Las palabras de Can quedaron suspendidas en el aire, llenando el pequeño callejón con una tensión que parecía pesar más que el bullicio de la feria. Cariel lo miró con desconfianza, su mente un torbellino de dudas. Algo en esa invitación lo inquietaba profundamente. No sonaba como un simple gesto de gratitud, sino como el inicio de algo más grande, algo que escapaba a su comprensión.
Entonces lo sintió. Una presencia familiar y etérea lo invadió, como una sombra que abrazaba su mente. Helios. El mundo pareció detenerse por un instante, y una brisa fría acarició la nuca de Cariel, haciéndolo estremecerse. No podía verlo, pero sabía que estaba ahí, como un espectador silencioso que guiaba sus pasos desde las sombras.
—Debes ir con él, Cariel —susurró Helios, su voz profunda y distante, resonando en su mente como un eco que no podía ignorar.
El corazón de Cariel dio un vuelco. La sensación de ser observado lo incomodaba, pero las palabras de Helios calaron hondo, llenándolo de una extraña certeza. Era como si no tuviera opción, como si ese camino estuviera marcado desde mucho antes de que él pudiera decidir.
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Editado: 30.12.2024