En medio de la creciente inquietud, Can condujo a Cariel hacia Poker, el secretario de la banda. A diferencia de Guerra, cuya presencia era tan abrumadora como una tormenta contenida, Poker tenía un aire desconcertante. Su sonrisa despreocupada, casi burlona, contrastaba con el ambiente opresivo del lugar. Sin embargo, parecía encajar perfectamente en ese mundo donde todo respiraba decadencia: el olor a sudor rancio, metal oxidado y tabaco se adhería a la piel como una capa inevitable.
Cuando Poker extendió su mano, los dedos ásperos y endurecidos por años de trabajo rudo rozaron los de Cariel. El contacto era breve, pero suficiente para transmitir una violencia latente, como si cada fibra de su ser estuviera moldeada por la agresión.
—Un placer conocerte, soy Poker. Estoy aquí para lo que necesites —dijo con una voz fluida, casi melódica.
Por un momento, Cariel pensó que había algo tranquilizador en sus palabras, pero sus ojos lo traicionaban. Brillaban con un destello frío, calculador, como el filo de una navaja afilada bajo la tenue luz.
Cariel no pudo evitar un escalofrío. Este mundo estaba lleno de mentiras, pensó. Nada era lo que aparentaba.
—Sígueme, te voy a presentar a los líderes de los otros pelotones —dijo Can, retomando el control de la situación con una seguridad que parecía tan natural en él como respirar.
Caminaron por el patio, un espacio amplio pero cerrado, donde las paredes de concreto sucio y las manchas de óxido daban la sensación de estar atrapado en un laberinto. Can señaló a un hombre que estaba en medio de una animada conversación con varios miembros de la banda.
—Ese de allá es Ruptura, el jefe del pelotón de explosivos. Es un loco desquiciado y, por alguna razón, siempre cumple mis órdenes —comentó con una mezcla de respeto y cautela.
Ruptura era una figura que parecía alterar el ambiente con su mera presencia. Su cabello grasiento y revuelto caía descuidadamente sobre su frente, reforzando la impresión de desorden que emanaba de él. De repente, como si no pudiera resistir un impulso interno, tomó una botella vacía de una mesa cercana y la estrelló contra el suelo con fuerza.
—¡Todos saben que aquí mando yo, ja! —exclamó, alargando innecesariamente sus palabras en un tono exageradamente repetitivo.
El estruendo del vidrio al romperse resonó en el lugar, haciendo que algunos se apartaran instintivamente, sus movimientos delatando incomodidad. Una carcajada áspera y disonante brotó de Ruptura, llenando el espacio como si desafiara el aire cargado que los rodeaba.
Cariel sintió un escalofrío recorrer su espalda. No era solo el hecho de romper la botella, sino el retorcido disfrute que Ruptura parecía encontrar en el desorden que provocaba.
—Y ese es Plomo, el líder del pelotón de disparos. Un experto en precisión —añadió Can, señalando al hombre corpulento que estaba junto a Ruptura.
Plomo era todo lo contrario. Su figura imponente irradiaba una fuerza contenida, como si cada movimiento suyo estuviera medido al milímetro. Mientras Ruptura reía, Plomo permanecía en silencio, levantando la manga de su chaqueta para verificar un reloj plateado en su muñeca. Lo hacía con una precisión casi obsesiva, ajustando el tiempo como si cada segundo fuera una pieza clave en un engranaje.
Sus ojos, oscuros y penetrantes, se clavaron en Cariel, evaluándolo con detenimiento. No necesitaba palabras para imponer su presencia. La quietud que emanaba era inquietante, como el silencio previo a una explosión.
—Esta es mi banda, Los Ojos de la Noche, y quiero que te unas a nosotros, Cariel —dijo Can, con una intensidad que no dejaba espacio para interpretaciones.
La propuesta golpeó a Cariel como un balde de agua helada. ¿Unirse a una banda? Su mente se llenó de imágenes confusas, pensamientos chocando unos con otros como piezas de un rompecabezas mal armado. El aire, denso y cargado de humo de cigarro, parecía aplastarlo.
—Can... te agradezco, pero no puedo aceptar —dijo al fin, esforzándose por mantener la firmeza en su voz.
El silencio que siguió fue como el respiro contenido antes de una tormenta. Can lo miró fijamente, y sus ojos se oscurecieron.
—¿Estás rechazando mi oferta? —preguntó, su voz baja pero cargada de amenaza.
Cariel sintió un nudo en el estómago, pero se mantuvo firme.
—Lo siento, Can. No quiero que lo tomes a mal, pero... —respondió Cariel, esforzándose por mantener la compostura mientras el miedo parecía atenazar su garganta, dificultando cada palabra.
La mandíbula de Can se tensó, sus puños se cerraron con fuerza, y su mirada se endureció como si quisiera perforarlo.
—¿Me estás diciendo que no? Te ofrezco esto, y lo rechazas... —murmuró, con incredulidad en su tono y una tensión que parecía a punto de estallar, como una cuerda demasiado estirada.
El aire entre ambos se volvió pesado, casi asfixiante. Cada segundo que pasaba aumentaba la presión que parecía aplastar a Cariel. Un sudor frío le recorrió la espalda, pegando la tela de su camisa a la piel mientras el silencio se alargaba de forma insoportable.
De repente, una voz rompió la tensión como un chispazo inesperado:
—¡Cariel!
Andrew y Mila aparecieron de la nada, sus rostros casi nadando en la tenue luz del sol que se filtraba en la distancia.
Su aspecto llamó la atención de Cariel: parecían cansados, como si les hubieran colocado una carga invisible que hacía que sus movimientos parecieran inusualmente lentos.
La aparición abrupta congeló a todos en el lugar. Las conversaciones murmuradas cesaron, y un pesado silencio cayó sobre el grupo. Can los miró con los ojos entrecerrados, analizando a los recién llegados como si intentara leer sus intenciones al instante.
La presencia de Andrew y Mila fue como un salvavidas en medio de una tormenta. Cariel dio un paso hacia ellos, sintiendo cómo el peso invisible que lo oprimía comenzaba a disiparse, aunque no por completo. Can los observó con el ceño fruncido, pero no dijo nada.
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Editado: 30.12.2024