A punto de anochecer Cariel caminó despacio, consciente de que eso era peligroso, y la inquietud lo acompañaba. Los pensamientos oscuros lo atormentaban, mientras recordaba el dolor que había causado.
Cariel apretó los puños, sus nudillos blanqueando como hueso pulido. La culpa lo consumía, un fuego lento que devoraba su consciencia. Había salvado a Can, un completo extraño, mientras Paloma, su amor, se había desvanecido para siempre. Cada latido de su corazón le recordaba la elección que lo había marcado: ¿había sido valiente o simplemente un cobarde que eligió la opción más fácil?
Avanzaba con paso vacilante, sus ojos escaneando cada rincón de la calle desierta. La brisa nocturna le erizaba la piel, susurrándole al oído una profecía de mal augurio. Un nudo se formó en su garganta, oprimiéndolo como una mano invisible. Algo no estaba bien. La sensación de ser observado lo perseguía, haciéndole girar sobre sus talones en busca de cualquier movimiento sospechoso.
En ese instante, Cariel se detuvo y se volvió, sorprendido por una sensación inquietante. La calle estaba desolada y desierta.
—Qué extraño... siento que alguien me está siguiendo —reflexionó, inquieto. Tal vez era el trauma de todo lo que había vivido.
Nada. Solo el eco de sus propios pensamientos y el latido de su corazón acelerado.
—Helios... —murmuró, más para romper el silencio que con la esperanza de una respuesta—. ¿Dónde estás ahora?
Sin saberlo, Cariel tenía razón en sentirse vigilado. A pocos metros, oculto entre una montaña de basura y de un callejón, Temo lo observaba con una precisión calculadora. Sus ojos, pequeños y penetrantes, seguían cada movimiento de Cariel.
Cuando Cariel finalmente se dirigió hacia su casa, Temo sonrió. Una sonrisa delgada como un filo de navaja.
—Bingo —susurró—. Tengo tu dirección.
Su siguiente destino sería el edificio abandonado donde Can y su banda esperaban. La adrenalina recorría sus venas, alimentando su sed de información. Temo sabía que en este juego, la información era poder, y estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para complacer a su líder.
Mientras en el escondite clandestino, Can y Poker sostenían una acalorada discusión, con una atmósfera tan tensa que parecía a punto de estallar. Las paredes de su rudimentario centro de operaciones estaban cubiertas de mapas anotados y fotografías antiguas, mudos testigos de sus planes delictivos.
—Poker, no toleraré ni una palabra más sobre debilidad —espetó Can, golpeando suavemente el mapa extendido sobre la mesa—. Cada territorio es un paso más cerca de nuestro imperio.
Poker, con la precisión de un estratega militar, desplegó sus argumentos. Sus ojos, atentos y calculadores, no se apartaban del rostro de Can.
—Jefe, la situación es mucho más intrincada de lo que parece. Los Lost Wings mantienen vínculos estratégicos con las fuerzas militares. La Legión del Abismo tiene el control absoluto de los muelles. La banda del Trébol Roto domina las rutas de mayor importancia. No somos invencibles; enfrentarnos a los más poderosos sería un suicidio —su voz destilaba un realismo cortante y calculador.
Can sintió cómo la ira hervía en su interior. Su ambición era desmedida, pero Poker persistía en recordarle los límites de su verdadero alcance.
—Nos enfocaremos en las bandas más débiles —sentenció—. Cada líder que derribemos nos acercará a nuestro objetivo. Seremos nosotros quienes determinen quién merece subsistir.
Su plan era directo y despiadado. Neutralizar a los líderes implicaba desmontar organizaciones completas y apropiarse del poder mediante la eliminación de sus cabecillas. Can tenía clara esta táctica, y nadie la comprendía mejor que Poker.
—Si usted mismo no se encarga de eliminar al líder —advirtió Poker—, cualquiera podría traicionarnos. El poder tiene la capacidad de transformar a las personas.
Can esbozó una sonrisa aterradora. Conocía ese principio mejor que nadie. Repentinamente, su semblante cambió. La desesperación brotó como un animal acorralado.
—¡Las bandas se desintegran! —exclamó, golpeando violentamente la mesa—. Ya no hay verdaderos guerreros, solo nacen individuos débiles. La policía, el ejército, todo está manipulado. ¿Comprendes las implicaciones de esto?
Su mirada irradiaba una intensidad abrasadora, más brillante que mil soles. Su ambición iba más allá del simple dominio territorial. Buscaba reescribir por completo las reglas del juego criminal.
Poker permaneció en silencio. Conocía a Can lo suficiente para saber que necesitaba descargar su frustración. Cada palabra que pronunciaba era una pieza más en su complejo y calculador rompecabezas de poder.
—El mundo ha mutado —murmuró Can—. Las bandas se han convertido en meras herramientas de lucro y supervivencia. Y solo nos queda una opción: adaptarnos o perecer.
En ese preciso momento, Guerra hizo irrupción en la habitación. Su entrada fue tan estruendosa como un trueno: violenta, completamente inesperada.
Un silencio sepulcral invadió el espacio.
—Guerra, te he dicho que no interrumpas —gruñó Can, su voz destilando desprecio—. Lárgate de aquí. No necesito que una mujer venga a dar órdenes en mi territorio.
Sin embargo, Guerra no era de las que tragaban insultos. La ira bullía en su interior como un volcán a punto de estallar, y en una fracción de segundo, su puño se estrelló contra la mandíbula de Can con una precisión letal.
—La próxima vez que me hables así, será lo último que hagas —su voz era un susurro cortante como una navaja—. ¿Quedó claro?
Can se irguió lentamente, escupiendo sangre, su mirada destilando veneno.
—Vas a pagarlo —siseó—. El Pelotón de Plomo me es completamente leal. Intentar quitarme el control será tu sentencia de muerte. Aunque logres derribarme, no durarás ni una semana al mando.
Guerra esbozó una sonrisa helada.
—No necesito una semana para demostrar quién manda aquí. Esta banda me conoce. Saben lo que soy capaz de hacer —su tono era una advertencia más que una amenaza.
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Editado: 30.12.2024