El mundo era un lienzo de dolor y confusión. Cariel yacía inmóvil, su cuerpo tendido entre escombros humeantes, la cabeza palpitando con un dolor que amenazaba con partirlo en dos. El fuego seguía rugiendo a su alrededor, un monstruo de luz y destrucción que parecía querer consumirlo todo.
Pero en medio del caos, emergía un recuerdo: suave, delicado, casi transparente.
—Jajaja, Cariel, otra vez te has quedado dormido viendo películas —la voz de Paloma era como un hilo de seda que lo envolvía, rescatándolo de la pesadilla—. ¿Cuándo aprenderás a disfrutarlas como es debido?
Su risa era un bálsamo, un refugio contra la devastación que lo rodeaba. Cariel podía sentir el calor de aquellos momentos compartidos, la luz de una época donde el dolor parecía una palabra desconocida. Recordaba cada detalle: el brillo de sus ojos, la manera en que su cabello caía sobre sus hombros, la paciencia infinita que siempre la caracterizaba.
—Lo siento, Paloma —musitó, su voz un susurro apenas audible—. El sueño me venció otra vez.
Ella lo miraba con una comprensión que iba más allá de las palabras. Su mirada era un abrazo, su sonrisa un perdón anticipado.
—No pasa nada, mi amor —respondió Paloma—. Sé lo mucho que has trabajado, lo difícil que ha sido tu camino. Valoro cada momento que compartimos, por pequeño que sea.
Un dolor agudo atravesó su cabeza, como si los recuerdos fueran fragmentos de cristal cortando su memoria. El fuego seguía rugiendo, el humo se arremolinaba a su alrededor, pero por un instante, solo existía ella.
—Perdóname —susurró Cariel, sintiendo que cada palabra era un peso—. Nunca te di el tiempo que merecías.
Sabía que era un espejismo, un refugio que su mente construía en medio del horror. Los recuerdos de Paloma se desvanecían como humo, dejando solo un vacío profundo y un dolor insoportable.
Un suspiro, perdido entre la inconsciencia y la realidad, lo arrancó del letargo. Cariel abrió su único ojo, y el mundo lo recibió con un panorama apocalíptico.
Su hogar, que alguna vez fue un refugio lleno de memorias, no era más que un esqueleto calcinado. Las paredes, ennegrecidas y humeantes, parecían emitir los últimos lamentos de una vida destrozada. El silencio que reinaba era más ensordecedor que cualquier explosión, un vacío que gritaba pérdida absoluta.
Isabelle. Su madre.
El nombre explotó en su mente como una bomba de urgencia. Entre los escombros calcinados, apenas podía distinguir su silueta inmóvil, sepultada bajo una montaña de ruinas que parecían querer borrarla de la existencia.
Sin pensar, sin medir consecuencias, Cariel se envolvió en una manta que más parecía un sudario. El humo era una bestia que intentaba asfixiarlo, cada respiración un combate contra la muerte. Sus pulmones ardían, sus músculos gritaban, pero había algo más poderoso que el dolor: el amor.
Movió los primeros escombros con las manos desnudas. La piel se le desprendía, los dedos sangraban, pero no se detuvo. Cada tablón removido era un grito de desafío contra el destino que intentaba arrebatarle lo único que le quedaba.
—Mamá —susurró, su voz más quebrada que los cristales rotos a su alrededor—. Resiste.
Cuando finalmente la liberó, la tomó entre sus brazos como si la vida dependiera de ello. Porque así era. Sus pasos entre las ruinas eran un baile con las llamas, que parecían querer arrancarle su último tesoro. Cada metro era una eternidad, cada segundo un milagro.
Al salir, el mundo pareció detenerse.
Las sirenas aullaban, luces rojas y azules pintaban la noche de emergencia. Ambulancias, bomberos, policías: un ejército llegando demasiado tarde para ser más que testigos de la destrucción. Y en medio de ese caos, ni un rastro de Ruptura ni su banda.
Solo el vacío. Solo los restos humeantes de lo que fue su vida.
Cariel apretó a su madre contra su pecho, como si así pudiera protegerla de todo lo que ya había sucedido.
El caos era una sinfonía de dolor, con sirenas que aullaban como bestias heridas y voces que se entremezclaban en un tumulto ensordecedor. Cariel se desplomó sobre el asfalto, su cuerpo convertido en un mapa de heridas y agotamiento. A su lado, Isabelle yacía inmóvil, su fragilidad gritando más fuerte que cualquier sonido.
Los rescatistas se movían como engranajes de una máquina implacable, sus manos expertas evaluando, clasificando, salvando. Cariel los observaba con una mirada perdida, sintiendo cómo la adrenalina lo abandonaba y el dolor comenzaba a reclamar su territorio.
—Necesito ayuda —murmuró, su voz apenas un hilo—. Mi madre...
Mientras tanto, a pocas calles de distancia, Andrew avanzaba como un fantasma. La cinta amarilla de restricción cortaba la calle como una herida, un presagio de destrucción que le robaba el aliento. Cada paso era una lucha contra un presentimiento que crecía en su interior como una sombra.
Su teléfono vibró, un sonido que cortó el silencio como un cuchillo.
—¿Hablo con un familiar de Cariel e Isabelle Gauss? —La voz al otro lado era un bloque de granito, sin matices.
—¡Soy yo! —respondió Andrew, las palabras escapando de su garganta como un sollozo contenido—. ¿Qué ha pasado?
—Venga al hospital. Su familia está siendo atendida.
El mundo se detuvo. Cinco palabras que podían significar todo o nada. Andrew sintió cómo el miedo se apoderaba de cada célula de su cuerpo. La culpa lo atravesó como un rayo: él debería haber estado allí, debería haberlos protegido.
Corrió. No caminó, no trotó. Corrió como si la vida de sus seres queridos dependiera de cada zancada, cada respiración, cada latido de su corazón.
El hospital emergía en la distancia como un faro en medio de la tormenta. Un templo de esperanza y desesperación.
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Editado: 30.12.2024