—¡Hola, Can! Tengo una sorpresa para ti —anunció Liza con una sonrisa ladina, cediendo el paso a Cariel. Can, inmóvil tras su escritorio, alzó la mirada con una lentitud calculada. Sus ojos, una mezcla de desprecio y amenaza, atravesaron a Cariel como dagas.
—¿Liza? —murmuró, arrastrando las palabras como un veneno—. Espero que no hayas ignorado mis instrucciones.
Ella se encogió de hombros con una despreocupación que rozaba la insolencia, haciendo girar un mechón de cabello entre sus dedos.
—Vamos, jefe —ronroneó—. ¿Qué daño podría hacer un poco de... hospitalidad?
Can exhaló un suspiro que parecía contener toda una amenaza. Sus dedos tamborilearon contra la madera del escritorio, un repiqueteo que resonaba como una cuenta regresiva.
—Tienes tres segundos para desaparecer antes de que decida que la próxima "sorpresa" seas tú —advirtió, su voz un témpano de hielo.
—Uy, qué carácter —respondió Liza, esfumándose por la puerta no sin antes lanzar a Cariel una mirada burlona que destilaba veneno.
El silencio se adueñó de la sala. Can se levantó con una calma más letal que cualquier explosión de ira, cada movimiento medido como el de un depredador.
—Así que has vuelto —murmuró, su sonrisa semejante a un cuchillo desenvainado—. Creí que eras más inteligente que para venir aquí suplicando. ¿Qué es lo que quieres ahora?
Cariel se obligó a sostener la mirada de Can, desafiando el terror que pugnaba por doblegar su voluntad. Cada fibra de su ser le gritaba que bajara la cabeza, pero se mantuvo firme.
—Quiero unirme a tu banda —declaró, su voz cortante como un cuchillo.
Can guardó silencio. Lo observaba con la intensidad de un depredador estudiando a su presa, evaluando cada movimiento, cada temblor. Entonces estalló en una carcajada que resonó en las paredes como un eco siniestro, una risa que destilaba desprecio y burla.
—¡Vaya, vaya! —exclamó, limpiándose una lágrima imaginaria—. El famoso sobreviviente de los Lost Wings viene a suplicarme que lo acepte —su tono era una mezcla de sarcasmo y desafío—. Tienes agallas, eso te lo reconozco. Pero dime, ¿qué puedes ofrecerme?
—Haré lo que sea necesario —respondió Cariel, su voz más firme de lo que él mismo esperaba.
La sonrisa de Can se desvaneció al instante, reemplazada por una expresión más fría que el acero, más cortante que un bisturí.
—¿Lo que sea? —repitió, cada sílaba preñada de una amenaza velada.
Antes de que Cariel pudiera articular palabra, Can se movió. Fue un golpe calculado, directo al estómago, que lo cercenó de raíz. El aire escapó de sus pulmones en un jadeo ahogado. Se desplomó de rodillas, un dolor ardiente expandiéndose por su torso como lava líquida.
—¿Entiendes ahora? —dijo Can, inclinándose sobre él, su voz un susurro más cortante que cualquier cuchillo—. No hay lugar aquí para los débiles. Me dejaste como un perro sarnoso suplicando migajas, y regresas como si nada hubiera pasado. Si entras, el dolor será tu único compañero.
Cariel se aferró al suelo, cada respiración un combate contra el dolor. Sus músculos temblaban, pero su mirada permanecía inquebrantable.
—No soy débil —murmuró, las palabras raspando su garganta como vidrios rotos.
Can chasqueó la lengua, una sonrisa de burla bailando en sus labios. —Ya veremos —sentenció.
Se giró hacia la puerta y rugió: —¡Plomo! ¡Temo! Traigan a esta "joyita" al cuarto de abajo. Y dile a Liza que venga. Sé que ya está espiando.
Unos segundos después, Plomo apareció. Lo arrastró como si fuera un despojo, un saco de carne inerte. Lo lanzó contra el suelo del pasillo, donde Temo lo esperaba con una mirada de desprecio.
—Miren la escoria —proclamó Plomo, elevando la voz para que todos los miembros de la banda lo escucharan—. Así es como se ven los que creen poder entrar sin merecerlo.
Cariel guardó silencio. Pero su mirada era un fuego contenido, una mezcla de rabia, humillación y una determinación que ardía más intensa que cualquier dolor.
—Ya basta —ordenó Can desde la puerta de su oficina—. Llévenselo.
Liza apareció con un movimiento felino, grácil y calculador, como una gata que ha estado observando pacientemente desde las sombras. Sus botas de cuero crujieron suavemente contra el suelo de madera.
—Ay, Cari —ronroneó, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos de un gris acerado—, parece que te has metido en problemas hasta el cuello —Se inclinó, su aliento olía a tabaco y menta, rozando casi el oído de Cariel.
—No necesito tu ayuda —gruñó Cariel, apartándola con un movimiento brusco. Su piel estaba cubierta de un sudor frío, marcas de golpes comenzando a formarse como mapas oscuros bajo su piel magullada.
Liza soltó una carcajada, un sonido entre divertido y amenazante. —Bueno, bueno, tampoco es que sea tu niñera. Pero, chico —su tono se suavizó, volviéndose casi íntimo—, has sobrevivido a Can. Eso ya es algo más que un milagro.
Los pasillos por los que caminaban destilaban humedad. Las paredes, cubiertas de un moho verdoso, transpiraban un olor a podredumbre antigua. Las tuberías hacían un ruido metálico, como gemidos contenidos entre las entrañas del edificio. Liza lo observaba de reojo, sus pupilas brillando con una mezcla de diversión y amenaza.
—Eres terco —murmuró—. Eso me gusta. Pero aquí, en este lugar —hizo una pausa significativa—, ser terco puede costarte más que la piel.
La habitación los recibió como una garganta que se traga un cuerpo. El aire, denso y estancado, parecía tener el peso de décadas de secretos y sufrimientos. Un colchón desvencijado yacía en una esquina, sus resortes oxidados asomando entre jirones de tela grisácea. Las paredes, manchadas y agrietadas, contaban historias que nadie querría escuchar.
—¡Tarán! —exclamó Liza, con una reverencia teatral que dejó un rastro de sarcasmo en el aire—. Bienvenido a tu nueva suite de lujo —Estalló en una risa que sonaba como cristales rotos.
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Editado: 30.12.2024