—Vaya, pero qué desastre —murmuró Helios, sus palabras cortando el silencio como un bisturí. Cruzó los brazos, cada movimiento calculado, mientras su único ojo —un fragmento de hielo gris— inspeccionaba cada rincón de la habitación como si estuviera tasando una ruina. Helios resopló, incrédulo, y se detuvo frente a él, inclinándose ligeramente.
La estancia era un lienzo de desolación. Las paredes, agrietadas como la piel reseca de un anciano, se cubrían de manchas de humedad que formaban mapas de territorios olvidados. El colchón, más cercano a un harapo que a un lugar para dormir, exhalaba un olor rancio a abandono y podredumbre. Un olor que hablaba de sudores antiguos, de noches interminables, de secretos que se pudren entre las costuras.
Cariel yacía sobre aquel despojo, su cuerpo magullado hundido entre los resortes oxidados. Levantó la vista hacia Helios, su mirada encontrándose con el único ojo penetrante, un océano de cansancio reflejando una resignación más profunda que cualquier abismo.
—Sé lo que piensas, Cariel —dijo Helios, su voz tan pulida como un témpano, tan distante como un eco—. Todo esto es una basura. Nadie merece vivir en un lugar como este.
No había compasión en sus palabras. Eran una sentencia, un veredicto frío pronunciado por alguien que observa, pero jamás siente.
Cariel soltó un suspiro que era casi un sollozo contenido. Una risa amarga se formó en su garganta, una risa que sabía a cenizas y a derrota, que apenas rozó sus labios antes de desvanecerse como un fantasma.
—No tengo otra opción, Helios —susurró. Su voz era un hilo, un fragmento de lo que alguna vez fue. Bajó la mirada hacia sus manos: manos de guerrero, ahora convertidas en hojas secas que temblaban sobre sus piernas—. Ya no tengo casa. Ya no tengo familia.
Cada palabra era un peso, un ladrillo más en el muro de su propia derrota. En el silencio que siguió, los fantasmas de lo que había perdido parecían revolotear como cenizas, invisibles, pero innegablemente presentes.
Helios lo observaba. Con su único ojo. No con lástima. No con compasión. Simplemente observaba, como quien estudia un mecanismo roto, tratando de comprender qué piezas fallaron.
—¿Familia? Claro que tienes —continuó Helios, su único ojo fijo en Cariel, penetrante como un faro en la oscuridad—. Andrew te está buscando. Él nunca te dejaría solo. —Hizo una pausa, dejando que cada palabra cayera como un peso—. ¿O crees que ya te olvidó?
Las palabras golpearon a Cariel como una ola helada. Bajó la cabeza, sus mechones sucios cayendo sobre su rostro magullado. La mención de Andrew removió algo en su interior, un recuerdo que era a la vez una caricia y una herida. Aunque sabía que Andrew seguía allá afuera, la distancia y el tiempo habían tejido una red de dudas que transformaban esa certeza en un eco cada vez más lejano.
—Lo extraño... —confesó, su voz quebrada, cargada de un dolor que sonaba a nostalgia, a esperanza herida—. Como se extraña el aire cuando se ha estado demasiado tiempo bajo el agua.
Inspiró profundamente, y cuando habló de nuevo, su voz era un susurro de determinación:
—Pero cumpliré la promesa que te hice, Helios. —Sus dedos, manchados de sangre seca, se crisparon contra sus rodillas—. No voy a irme. Por mucho que desee salir de este lugar, ya no hay vuelta atrás.
Helios dejó escapar una carcajada. No era una risa, sino un sonido seco como hojas muertas arrastrándose por el suelo. Su único ojo brilló con algo que podría ser burla, desdén, o quizás un destello de algo más profundo, más complejo.
—Aún tienes mi promesa —murmuró, acercándose un paso—. Recién comienzas tu camino, Cariel. Aún tienes que convertirte en algo más.
Cariel frunció el ceño, levantando la cabeza para enfrentarlo. Un destello de rebeldía ardía en sus ojos.
—¿Y qué propones, Helios? —Su voz era un alambre de tensión—. ¿Qué me vuelva como ellos? ¿Que venda lo que queda de mi alma?
Helios se enderezó. Su único ojo, un fragmento de acero pulido, lo observaba con intensidad.
—No, Cariel —murmuró—. Propongo algo más audaz. Deshazte de Can.
El aire pareció congelarse. Cariel lo miró fijamente, incapaz de procesar lo que acababa de escuchar.
—¡Estás loco! —Su grito cortó el silencio—. ¡Eso es un suicidio! —Se levantó de golpe, ignorando el dolor en su abdomen—. No duraría ni un minuto. ¡Me matarían antes de que siquiera lo intente!
—En este mundo, Cariel, las bandas son solo piezas de un juego más grande. Matar al líder significa ocupar su lugar. Una regla que todos conocen, aunque nadie la escriba. Can te dejó entrar sabiendo los riesgos. Su primera equivocación.
Cariel estalló, sus palabras cortando el aire como un grito desesperado. —¡No seré como ustedes! ¡No hundiré mi alma más en este pozo inmundo! ¡Jamás mataré a nadie!
El único ojo de Helios lo atravesó, midiendo cada temblor, cada gesto de impotencia. Una sonrisa amarga se dibujó en sus labios.
—Lo niegas ahora —susurró—. Pero este lugar te enseñará. La sangre siempre decide. Siempre.
Cariel sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. Helios, como si su presencia nunca hubiera estado allí, se giró y desapareció en la penumbra de la habitación, dejando atrás un silencio cargado de incertidumbre.
Se dejó caer sobre el colchón, agotado, su mente atrapada en un remolino de pensamientos. La propuesta de Helios lo atormentaba, resonando en su cabeza como un eco sin fin. Cerró su ojo, pero la oscuridad que lo envolvía no era solo la de la habitación: era también la de su propia alma, cada vez más lejos de cualquier atisbo de esperanza.
Cariel sintió un escalofrío reptando por su espalda, como una serpiente de hielo. Helios, tan etéreo como había llegado, se dio media vuelta y se desvanució en la penumbra, dejando tras de sí un vacío denso, preñado de amenazas no dichas.
Se desplomó sobre el colchón, agotado. Su mente giraba como un torbellino, atrapando fragmentos de la conversación, de la propuesta de Helios. Cerró su ojo, pero la oscuridad que lo envolvía era más que la de la habitación: era la geografía de su propia alma, un territorio cada vez más desolado, más distante de cualquier esperanza.
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Editado: 30.12.2024