La voz que lo llamaba flotaba como un eco antiguo, profundo y suave. —Cariel, ven... toma mi mano. Te guardé un lugar en la Eternidad, nuestro puesto está tan arriba... Mientras ascendemos, ¿te gustaría contarme cómo pasó todo?
Cariel despertó sobresaltado, el sudor cubriéndole el rostro y su corazón latiendo con una violencia que amenazaba con desgarrarlo. El sueño se desvanecía como niebla, dejando solo un rastro de terror que le recorría la espalda.
Cinco años atrás...
Paloma reía, su sonrisa resplandeciendo bajo la sombra del viejo roble donde siempre se reunían. Sus manos se entrelazaban con las de Cariel, y en su mirada había una promesa silenciosa, como si juntos pudieran desafiar cualquier obstáculo. Valentina, su inseparable amiga, los contemplaba a ambos con una mezcla de cariño y complicidad que llenaba el momento de calidez.
—Algún día —decía Paloma—, seremos algo más que un momento.
Pero los momentos son frágiles. Y las promesas, aún más.
De vuelta al presente, Paloma seguía rondando en su memoria, un espectro atrapado entre los fragmentos de sus recuerdos más dolorosos. Su muerte había sido el punto de inflexión, el momento en que todo su mundo se había desmoronado como un castillo de naipes.
Sus ojos se clavaron en el techo de la habitación, donde el zumbido lejano de las luces del edificio rompía un silencio casi sepulcral. Recordaba el día que todo cambió. La llamada. El hospital. Los policías hablando en voz baja. El cuerpo de Paloma, inmóvil, cubierto por una sábana blanca que parecía tragársela por completo.
Se incorporó lentamente, su mano temblorosa limpiando una lágrima solitaria.
—Paloma... —murmuró—. Espero que estés en un lugar mejor. Descansa en paz.
La culpa lo envolvía como una segunda piel. No había estado en su funeral, no había podido despedirse. Pero había jurado venganza. Y esa venganza lo había llevado hasta Can, hasta este momento.
Con un movimiento pausado, se acercó al espejo roto. Su reflejo era casi el de un extraño: un rostro marcado por cicatrices, una venda cubriendo su ojo derecho, una versión destrozada de sí mismo que apenas reconocía.
Helios apareció en la habitación, su presencia tan discreta como inevitable. En su mirada había algo más que simple compasión: un conocimiento oscuro, una promesa antigua que parecía flotar entre ellos como una niebla espesa.
—¿Estás listo para tu primer día, Cariel? —preguntó con una calma que rozaba la indiferencia.
Un detalle llamó la atención de Cariel. En el cuello de Helios, apenas visible, asomaba un tatuaje parcialmente oculto. Una marca antigua, casi borrada, que parecía contar una historia que nadie había escuchado.
—Tengo una duda —dijo, su curiosidad peleando contra el dolor—. ¿Por qué tú también tienes un solo ojo?
Helios lo observó, dejando que un silencio denso se extendiera entre ellos. Cuando habló, cada palabra parecía estar cargada de un significado más profundo.
—Las cicatrices, Cariel, no siempre cuentan la historia completa —respondió—. A veces, lo que perdemos nos define más que lo que conservamos.
—¿Hiciste tantas cosas malas para terminar convertido en un demonio? —preguntó Cariel, un dejo de desconcierto en su voz.
—No soy un demonio —contestó Helios con una frialdad glacial—. Estoy en el purgatorio, intentando cumplir una promesa.
—Ah... por eso quieres ayudarme. Aunque no creo que necesite un alma tan oscura —murmuró Cariel.
—He hecho tanto mal —admitió Helios, su mirada volviéndose una ventana a un pasado sombrío—, que nadie lo hubiera creído.
Antes de que Cariel pudiera preguntar más, Helios alzó una mano, cortando cualquier posibilidad de continuar.
—Basta de preguntas, niño —sentenció.
—Lo siento... —susurró Cariel—. ¿Sabes algo de mi madre?
Pero Helios solo lo miró con una intensidad que atravesaba almas, y sin decir palabra, se desvaneció en la penumbra.
La puerta se abrió de golpe. Can apareció, su presencia tan intensa como una tormenta.
—Son las 4:37 de la mañana —anunció—. Necesito que vengas a hacer una misión.
Cariel apenas reaccionó, seguía perdido en sus pensamientos. Can lo observó, levantando una ceja.
—Lo siento —murmuró Cariel—. Lo siento por no unirme antes a tu banda, por no aprovechar la oportunidad.
—Aquí no estamos para disculparnos —interrumpió Can, su voz cargada de un peso que aplastaba cualquier duda—. La vida no es un juego de opciones morales perfectas.
Sacó una máscara, diseñada específicamente para Cariel: un agujero para su ojo izquierdo, patrones tribales blancos formando una red intrincada que le daba un aire de misterio y poder.
—Todos usamos máscaras —explicó Can—. Nos ayudan a hacer misiones sin que sepan quiénes somos.
Cariel la tomó con las manos temblorosas, sintiendo que cada centímetro de aquel objeto representaba una transformación más profunda que cualquier cambio físico. Se la colocó en silencio, como quien acepta un destino inevitable.
Cuando salieron, Can le entregó una pistola. El metal frío parecía contradecir todo lo que Cariel había sido hasta ese momento.
—Hoy es tu prueba de fuego —declaró Can—. Iremos a eliminar a algunas personas... detestables.
Cariel miró el arma. No era solo un objeto, era el abismo mismo abriéndose bajo sus pies, desafiando cada principio moral que lo había sostenido.
—No puedo hacer esto —susurró, su voz quebrantándose.
Can lo miró, no con desprecio, sino con una dureza que parecía nacer del cansancio absoluto.
—Si no lo haces —respondió con una calma amenazante—, el único que morirá aquí serás tú.
Y Cariel, sin más opciones que la resignación, respondió:
—Te sigo.
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Editado: 30.12.2024