Hoy me he despertado en un cuarto blanco. La habitación está completamente vacía, tiene únicamente la cama donde me encuentro postrada. Estoy amarrada y completamente vulnerable. La desesperación en mi mente crece cada vez más. Me pregunto: ¿qué pasó?, ¿por qué estoy aquí?, ¿dónde están los demás?
Las horas nunca habían pasado tan lentas. Tengo un nudo en el pecho que me hace querer llorar y gritar que estoy aquí. Quiero que esta pesadilla termine, pero por más que intento, no puedo despertar. ¿Y si esto realmente no es un sueño? ¿Y si esto es real? ¿Qué pasó? Yo salía de la universidad… y después terminé aquí. Nada tiene sentido. ¿Por qué estoy amarrada?
Con el paso de las horas, una mujer vestida de blanco entra a la habitación donde me encuentro. Me pregunta:
—¿Recuerdas lo que pasó?
Yo, consternada, le digo:
—¿Quién es usted?
Tras un largo silencio, ella responde:
—Valerit.
Su nombre me resulta familiar, pero no puedo recordar la razón. En ese momento le pregunto:
—¿Qué hago aquí?
Mientras digo estas palabras, ella me desata de la cama y señala una puerta.
—Aquí encontrarás las respuestas —me dice.
Por mi mejilla rueda lentamente una lágrima solitaria, mis brazos nunca habían sido tan pesados, la presión en mi pecho se hace más grande con cada paso que doy. Cada vez es más pesado mi andar, y siento que en cualquier momento voy a colapsar. El sentimiento de debilidad se apodera de mis piernas, y cuando estoy por desvanecerme, logré llegar a la perilla de la puerta. Está fría como la nieve de los volcanes, de ese frío que te quema y no te deja pensar.
Al rozar su superficie helada, una tristeza silenciosa se desliza por mis dedos, como si el frío lleva consigo memorias que duelen y no pueden salir de mi cabeza. Pero sé que debo seguir. Quizá por la debilidad de mi cuerpo casi inerte, girar la perilla era casi imposible. Mis manos, por más que lo intentaban, no podían hacerla girar. Volteo a ver a la misma chica que me desató, pero no puedo decir palabra alguna.
Tras una pausa, decido tirar con todas mis fuerzas de nuevo la puerta… y logro abrirla.
Entro al cuarto temerosa. Tiene un aspecto descuidado y desagradable. Lo que alguna vez pudo haber sido un cuarto pulcro y blanco, hace muchos años que dejó de serlo. Las paredes, desgastadas por el paso del tiempo, comenzaban a despintarse, y ahora era posible ver las cuarteaduras atravesar de un lado al otro de la habitación. Una cegadora luz blanca impacta mis pupilas, haciéndome difícil enfocar la mirada en algún punto fijo.
En la habitación hay un escritorio de madera viejo y descuidado. De pie, a un lado del mismo, se encuentra un doctor de mirada firme, que me genera una gran desconfianza. Tomo asiento en la silla frente a él, mientras siento su mirada fija en mí. Me observa como si llevara en mí todo su desprecio colgado en los párpados.
Él comienza la conversación diciéndome:
—¿Sabes qué día es hoy?
Yo contesto la última fecha que recuerdo:
—Martes 31 de mayo.
Asiente y toma nota mientras hace unos pequeños chillidos con su boca. Luego me dice:
—Mira, ammm creo que no se por donde empezar y sé que quizá esto sea difícil de procesar, pero llevas ya más de dos meses en coma. Hoy despertaste, algo que los médicos y la policía estaban esperando, ya que no tienes a nadie que vea por ti.
Yo, sin poder comprender nada y con una voz cada vez más entrecortada, digo:
—¿Nadie? ¿Y mis padres? ¿Qué hay de ellos?
Él hojea su expediente y me dice con dureza:
—Conmigo no intentes jugar. Tú sabes bien lo que hiciste.
—¿Lo que hice?
Él, tras una leve e inexplicable sonrisa, pronuncia algo que me desgarra por dentro:
—Tú los mataste… y después intentaste suicidarte. Esa es la razón de que estés aquí, en el Centro Psiquiátrico de la Ciudad de México.
Mis ojos se llenan de lágrimas tras la impactante noticia. Mi voz, quebrada, apenas logra salir. Cada palabra suya pesa más que la anterior, y con cada mirada, la presión en mi pecho se vuelve casi insoportable.
—¿Cómo puede ser posible, si yo no los he visto en meses?
Trato de recordar mi último momento con ellos. Lo único que viene a mi mente es una cena familiar. Estábamos todos: mi madre, mi padre, mis dos hermanos, mis primos, mi abuelo... todos juntos por Navidad.
Ahora vivo sola por la universidad, junto a mi compañero Carlos y su novia María. Por lo general, ellos siempre están en la casa y yo salgo. Ese lugar no me gusta. Me la paso de casa en casa con mis amigos. Pero esta noticia cambia por completo mi mundo. Derrumba todo lo que creía saber sobre mí misma. Me pregunto si acaso lo que dice el doctor es verdad.
¿Sería posible? ¿Cuál es el último recuerdo que tengo de mis padres?
Pensamientos como estos vienen a mi mente y la saturan, opacando lo inhóspito del cuarto. El doctor, que hace unos momentos se mostraba tan amenazante como hiriente, hojea mi expediente. Una historia larga, que parte desde la secundaria. Quizá mi peor etapa. Siempre fui la rara, la callada, a la que nadie se acercaba. Fue entonces cuando comencé a darme cuenta de que no encajaba en la sociedad. Solo me sentía cómoda con una persona: Carla. Una niña igual de rota que yo, pero ella eligió otro camino. Comenzó a drogarse tras salir de la escuela. Hace más de dos años que no sé nada de ella. Lo último que supe es que dejó su carrera porque le dejó de gustar. Ahora trabaja en una galería de arte, su gran pasión.
El doctor se levantó y me llevó a un nuevo cuarto, una sala donde había más camas. Me señaló una, ubicada en la esquina.
—Esta será tu cama durante las siguientes semanas, mientras determinamos cuál es tu diagnóstico. Te convertiste en noticia nacional: la niña de 21 años que asesinó a sus padres y luego intentó suicidarse. Yo abogué porque te trajeran aquí, y no a una cárcel, donde recibirás la peor de las condenas. Solo tengo seis semanas para demostrar tu inocencia, y el tiempo corre. Ahora necesito que seas lo más sincera posible conmigo.