Mente fragmentada

Capítulo 10: Normalidad

El tiempo juega un papel crucial en mi contra, los distintos trabajos de la universidad se aglomeran, la tesis me respira en la nuca con enojo y ahora sumarle el hecho de que tengo que iniciar rotación en el hospital. Especialmente en el área de oncología.

Tengo una relación ambigua con esa sala, no me gusta la idea de tener que entrar a un lugar donde las personas se están muriendo, es difícil hablar de mejoras o tiempo, cuando muchos de ellos no tienen tiempo a su favor. Su reloj interno va en cuenta regresiva y la simple idea de encariñarme o que me agrade alguien, para posterior llegar a buscarla y que ya no esté, no es sencillo.

Debemos tratar con esas situaciones, siguen siendo nuestros pacientes, solo que nadie te prepara para lo que vas sentir. Tal vez las enfermeras ya se acostumbraron a ver a la muerte a los ojos y por ello, ya no les temen, la aceptan como algo que va a pasar tarde que temprano, en ocasiones, más temprano que tarde.

El hospital se erige como un gigante blanco de tres pisos, con sus cuatro torres alzándose hacia el cielo, imponentes y vigilantes. Desde lejos, su fachada brillante, con baldosas pulcras y relucientes, parece una promesa de sanación y esperanza. Pero al cruzar sus puertas, el aire cambia. Hay algo en su silencio, en la forma en que las luces se reflejan en los pisos impecables, que deja una sensación fría en el pecho, como si el alma misma retrocediera ante lo que no puede ver, pero sí sentir. Es un lugar que te envuelve, donde el brillo de las baldosas no logra ocultar la sombra constante de lo inevitable.

Cada pasillo, aunque amplio y perfectamente iluminado, parece cargado de una presencia invisible. Las paredes, que han visto tanto, guardan secretos pesados. Los pasos resuenan de forma inquietante, como si el eco quisiera advertirte de algo que no puedes descifrar. Aquí, el silencio no es paz, es tensión. Es el preludio de noticias devastadoras, de decisiones urgentes que alterarán destinos. En cada habitación, en cada rincón, se siente la batalla constante entre la vida y la muerte, una guerra que nunca se detiene.

La muerte, en este hospital, no es un visitante inesperado. Es una presencia constante, que camina por los pasillos, se oculta en las sombras de las esquinas, y observa desde las camas de los pacientes. A veces, casi parece que se la puede sentir respirando junto a ti, con un aliento helado que te eriza la piel. Los médicos y enfermeras, aunque acostumbrados a lidiar con su espectro, también sienten su peso. Cada sonrisa profesional esconde una fatiga emocional, el conocimiento profundo de que no siempre pueden vencerla.

Es un lugar donde los sentimientos se agolpan en el pecho, donde el miedo a perder una vida está en constante choque con la esperanza de salvarla. Las luces fluorescentes titilan en las noches, acompañando el ritmo incansable de las máquinas que mantienen vidas pendiendo de un hilo. Y aunque los médicos luchan contra la muerte, en el fondo, saben que aquí, en este hospital alto y brillante, ella siempre ronda, nunca muy lejos, esperando el próximo momento para reclamar lo que es suyo.

Aquí, cada paso es un recordatorio de la fragilidad de la vida, y el aire está impregnado de una tristeza profunda, esa que sólo se siente en los lugares donde las despedidas son permanentes.

Terminé mi auto recorrido frente a la puerta de la jefa del departamento. La puerta se encuentra entre abierta, dejando al descubierto a dos enfermeras con abrigos de chándal, conversando mientras comen unas galletas. Pienso en entrar, disculparme por interrumpirlas, hasta que escucho un comentario que detiene mis pasos.

—¿Por qué regresó de nuevo? —cuestiona una vestida de azul.

La compañera que va de blanco se encoge de hombros.

—Yo si pensé que estaba muerta y ahora está aquí, nuevamente —es lo único que le responde.

Ambas se observan entre sí, semejante a que compartieran una conversación silenciosa en la que no puedo escuchar palabra alguna.

—No es justo que esté aquí solo por tener un novio rico —se queja la de uniforme azul.

ella debe ser doctora, pero ¿novio? ¿cual es ese? ¿rico? ¿Adinerado? la ultima vez que me fije en Alfred, el chico está empreneidno su negocio, pero adinerado no es y dudo que ese idiota este dispuesto a dar dinero por mí.

—No es su novio —afirma la de blanco.

¿El director? no creo.

Me giro con la intención de irme cuando encuentro al director de la universidad parado frente a mí. su rostro tan severo como es de costumbre, me observa en silencio, solo que en sus ojos hay algo más ¿que será? ¿desprecio? ¿Alguien le obliga a ayudarme? ¿acaso me metí con algún miembro de una mafia por accidente y tampoco lo recuerdo?

Me saca de mis pensamientos empujándome ligeramente para que entre en la sala. Mis piernas pesan con cada pequeño paso que doy, hasta que mis manos impactan contra la puerta abriéndola en el proceso.

Ambas chicas me observan con cierto asombro plagado en su rostro, unos que me parecen familiares, solo que no estoy segura.

—Vengo a presentar a mi estudiante, Katherine Hernandez, ella estará rotando en el área de oncología primero —les informa.

¿Realmente soy su estudiante?

—Si, claro, yo le enseño las tareas que debe llevar a cabo —informa la joven de uniforme blanco.

El director asiente brevemente, las mujeres siguen prendidas del rostro del señor. No las culpo, pero ese mal genio constantemente le quita toda la belleza física que dice poseer.

—-Perfecto, le agradezco la oportunidad de que ella amplíe su conocimiento en este lugar —finaliza.

Se acerca a ambas, extendiendo su mano en dirección a ellas, ambas estrechan sus manos, con ciertos temblores en sus piernas que son visibles. Este se aleja en dirección a la puerta y se va sin mirar atrás, sin despedirse. Esa ausencia logra que el ambiente se cargue en una tensión asfixiante.

La de azul sale disparada con cierto disgusto en su rostro.




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