Mente fragmentada

Capítulo 12: No soy, no tengo

Siento mis extremidades hundirse bajo un peso insoportable, como si cada una de ellas cargará bloques de plomo. Apenas puedo moverme, y el simple acto de abrir los ojos se siente como un esfuerzo monumental. Al fin lo logró, pero la densa penumbra que me rodea no me ofrece ningún alivio. La tenue luz que se filtra por las grietas parece burlarse de mí, acentuando la oscuridad. El ambiente es opresivo, casi como si el aire estuviera hecho de cenizas, pero no soy capaz de sentir miedo. Extrañamente, solo me envuelve una sensación de agotamiento profundo, una fatiga que parece venir de más allá de lo físico, como si me hubiera cansado el alma.

Los escombros dispersos a mi alrededor cuentan historias de tiempos lejanos, de vidas que desaparecieron hace siglos. Cada piedra desmoronada, cada rastro de moho en las paredes sugiere que este lugar ha sido olvidado, tragado por el tiempo. Me esfuerzo por moverme, pero el aire cargado de polvo y ese olor penetrante a humedad vieja se me clavan en la nariz. Siento un impulso desesperado por estornudar, como si mi cuerpo quisiera expulsar esta decrepitud, pero me contengo. Es un silencio tan absoluto que hasta mi respiración parece una intrusión, y por alguna razón no quiero romperlo.

–Ayuda —balbuceó, sintiendo mi lengua comenzar a pesar.

Debería moverme, lo sé, pero no puedo. Estoy amarrada a una silla de hierro que parece absorber todo el calor de mi cuerpo. Es tan frío y dura que siento cómo se clava en mis huesos, haciendo que cada segundo sea más incómodo que el anterior. Mis muñecas están atadas con fuerza, y la piel empieza a arder bajo la presión de las cuerdas. Intento mover los dedos, pero están entumecidos, casi como si ya no me pertenecieran. Cada intento de liberar mis brazos es inútil, el cansancio es un enemigo constante, luchando por mantenerme sumida en la inmovilidad.

La frialdad del hierro es como una garra que se aferra a mí, invadiendo mi cuerpo, haciéndome temblar. Pero el temblor no proviene del miedo, no exactamente. Es una mezcla de agotamiento, desesperación y algo más profundo... una sensación de impotencia que me consume lentamente. Debería tener pánico, debería gritar, pero solo siento ese vacío otra vez, ese cansancio que ha comenzado a adueñarse de cada rincón de mi ser.

Mis piernas también están sujetas a la silla, y el metal contra mis pantorrillas duele más de lo que debería. No hay espacio para moverme, ni para buscar alivio. Quiero levantarme, correr, pero estoy atrapada en este asiento, prisionera no solo de las cuerdas, sino de mi propio cuerpo, que parece rendirse ante la fatiga.

El sonido estridente de una reja abriéndose se hace paso frente a la niebla que agudiza mi mente. botas pesadas, se clavan contra el suelo haciendo un eco muy contundente. Mi cuerpo comienza a temblar, al igual que mis extremidades, el frío se desliza por mi columna vertebral.

—¿Despierta bella? —una voz gruesa penetra la niebla que cubre mis oídos y mi mente.

mi cuerpo entero vuelve a convulsionar, al igual que mi corazón quiere dejar de latir.

—¿Que? —balbuceo con la escasa fuerza que poseen mis labios.

el chirrido de una silla se hace contundente, ocasionando que mis oidos duelan.

–¿Estas muy cansada, bella? –vuelve a cuestionar con ese apodo que poco a poco me molesta.

¿quien es el? ¿que estoy haciendo aqui? son las pocas cosas que logra meditar mi mente.

Algo roza mi cabello y, de inmediato, el aire escapa de mis pulmones en un jadeo sofocado. Mi cuerpo se tensa instintivamente, pero las cuerdas que me amarran a la fría silla me impiden moverme. Ese toque... es áspero, casi rasposo, como si las yemas de unos dedos endurecidos por el tiempo o la maldad misma hubieran decidido acariciar mi cabeza. Un escalofrío me recorre la columna vertebral, congelando cada músculo, atrapándome entre el horror y la impotencia.

No puedo verlo, pero lo siento, cerca... demasiado cerca. Cada hebra de mi cabello parece gritar con el tacto de esa cosa, que no puede ser humana, no puede tener buenas intenciones. Hay algo maligno en el roce, algo que se siente enfermo, podría, como si estuviera absorbiendo cualquier calidez que me quedara.

—Bella, bella —repite nuevamente.

Hasta que eso que estupefacto mi cuerpo se termina de apoderar de mis extremidades y lo último que puedo notar es ese nombre bailando entre sus labios.

Abro mis ojos de golpe, gimiendo de dolor en el proceso. La luz de la luna se filtra por el cuarto calmando mi mente, estoy en mi cuarto.

Estoy segura.

Estoy a salvo.

Un leve toque, apenas perceptible, hace contacto con la piel de mi hombro desnudo. Es suficiente para que me sobresalte de nuevo, el miedo envolviendo cada fibra de mi ser. Mi cuerpo reacciona instintivamente, temblando, y siento las lágrimas acumulándose en mis ojos, calientes y pesadas, como si no pudiera contenerlas más. Cada pequeño gesto de mi cuerpo se ve dominado por el pánico, la incertidumbre y la desesperación de no saber qué o quién está cerca.

Y entonces lo veo.

Delante de mí, la penumbra parece retroceder apenas lo suficiente para revelar un rostro, tallado como una figura en mármol, inmóvil pero vivo al mismo tiempo. Sus ojos son luminosos, casi hipnóticos, irradiando una calma que choca violentamente con mi propio caos interior. Su cabello rubio resplandece a pesar de la oscuridad, como si fuera un faro en medio de la tormenta que me envuelve. Mis lágrimas, listas para caer, se detuvieron por un instante, como si también estuvieran confundidas.

Él me mira con un gesto de sorpresa, sus cejas se fruncen, como si algo no cuadrara, como si mi terror fuera un rompecabezas para él. El espacio entre nosotros es palpable, tenso, pero no lo suficiente para que yo pueda apartarme o evitar lo que viene. Y entonces, como si hubiera leído mis pensamientos, sus labios se abren y susurra:

—Estás a salvo.

Su voz es firme, con una confianza que me desconcierta, pero es esa confianza la que hace que mi corazón duela, como si quisiera creerle, como si parte de mí necesitara desesperadamente aferrarse a esas palabras. Pero el miedo no desaparece, sigue atrapado en mi pecho, latiendo junto a la incertidumbre. Estoy rota por dentro, con mi mente dividida entre querer creerle y el instinto que me grita que nada puede estar bien, no aquí, no ahora.




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