Mente fragmentada

Capítulo 13: Oncologia

En algún momento de la vida, todos deseamos perder la memoria y empezar de nuevo, como si borrar el pasado pudiera liberarnos del peso de los errores, las decepciones y los recuerdos dolorosos. Sin embargo, pocos comprenden el verdadero contexto de ese anhelo. Perder la memoria es un arma de doble filo que el mundo —y especialmente las personas— puede usar en tu contra. Al olvidar quién eres y de dónde vienes, pierdes la capacidad de distinguir entre lo bueno y lo malo, aunque esos términos siempre sean subjetivos.

Sin tus recuerdos, quedas vulnerable, sin una brújula que te guíe o te ayude a reconocer las verdaderas intenciones de quienes te rodean. No sabes quién está allí para apoyarte y quién sólo busca aprovecharse de tu confusión. En ese estado, estás a merced de las percepciones ajenas, de quienes deciden darte una mano o hacer de ti alguien manipulable. Empezar de nuevo suena tentador, pero es también un riesgo, una apuesta en la que te juegas la confianza y la autenticidad en cada paso.

El humo de la estufa me trae de vuelta a la realidad, disipando mis pensamientos con su olor acre. Vierto la masa de pancake sobre la sartén, intentando, con más esperanza que habilidad, crear distintas formas. La masa se extiende de manera irregular, y en lugar de un corazón o una estrella, tengo un borrón amorfo que chisporrotea y burbujea. Frunzo el ceño y suspiró.

En mi cabeza, cocinar parecía algo sencillo: mezclar, verter, dar la vuelta y servir. Pero en la práctica, parece que todo se rebela contra mí. La espátula se me resbala, el pancake se tuesta demasiado por un lado, y los bordes se deshacen al intentar levantarlos. Nada quiere cooperar conmigo, ni los ingredientes ni mis propios movimientos torpes. Me siento un poco frustrado, pero también hay algo en este desastre que me hace sonreír; después de todo, cada intento es una oportunidad para mejorar... o para reírme de mi falta de talento en la cocina.

—Niña, si sigues así, vas a terminar haciendo un incendio y llegaran los bomberos —me regaña alguien detrás de mí.

Me giro bruscamente y agradezco a los dioses no tener mezcla entre las manos.

Un señor regordete con cabello pintado de blanco, su rostro ligeramente arrugado me saluda con jovialidad, una que no había visto antes.

—Lo lamento —es lo único que se me ocurre decirle.

Es mi primer día rotando en el servicio de alimentación, lo que significa estar en la cocina, arreglar el carrito de la comida, por simplificarlo. Además hoy es el cumpleaños de la pequeña de la torre de oncología.

—No te preocupes, podrías pedirme ayuda si gustas —me informa entrando en la cocina, su rostro es un poema vivido.

Observa con pánico todo a su alrededor. no deje mucho sucio, solo que la mezcla se me derramó un poquito. Al parecer también olvide como cocinar. Sin embargo su rostro termina de desfigurarse al ver las formas de los pequeños pancakes que estaba haciendo.

—¿Quieres intoxicar a alguien? —me pregunta y se que es chiste a la par de un poco de verdad.

—No, es que… —me detengo analizando mis probabilidades.

¿debería decirle? ¿no debería decirle? ¿qué es lo peor que pueda pasar?

—Escupelo niña —me regaña.

Mis manos sudan.

—Es para una paciente de oncología que está de cumpleaños hoy —susurro lo último.

El se detiene a observarme por unos segundos que se sienten eternos. Algo pasa en su mirada.

—Ayúdame a limpiar, para que yo pueda cocinarle algo decente —me pide.

Me muevo lo más rápido que mis cortas piernas me permiten, caminando de un lado a otro, lavando los utensilios que utilice, mientras el cocinero se encarga de cocinar los pequeños pancakes. De vez en vez, observó la sartén, mientras se forman corazones, flores, hasta mariposas a la par de que el olor inunda mis fosas nasales desatando un antojo bárbaro.

Me siento a esperar que termine, lo veo dominar la cocina, confirmando que es el chef con el que tengo que trabajar, que buen inicio.

Antes de que me percate, un plato se detiene frente a mí, es tan hermoso, que hace que mi corazón lata con cierta anormalidad. Le coloca una tapa y me despide con la mano.

—Muchas gracias.

Son mis últimas palabras antes de salir corriendo por los pasillos, intentando evitar a todo el posible personal de estas áreas.

Mis pulmones arden, pero una sonrisa se dibuja en mi rostro. Las puertas se abren lentamente, y, al entrar, contemplo a mi pequeña amiga. Hoy parece más pálida que de costumbre, con profundas ojeras bajo sus ojos. Su carita, demacrada por los tratamientos, me desgarra el corazón. Sin embargo, en cuanto me ve, sus ojitos cansados comienzan a brillar, iluminando el cuarto con un destello de vida que parecía apagado hace apenas unos minutos.

Me acerco despacio, notando cómo toda su atención se fija en mí.

—Feliz, feliz cumpleaños deseamos para ti, que Dios omnipotente te pueda bendecir —comienzo a entonar suavemente. La melodía es familiar para mí, pero nueva para ella; no entiende del todo la canción, pero se deja llevar.

Su barbilla tiembla, y pronto pequeñas lágrimas empiezan a deslizarse por sus mejillas. Me duele verla así, tan frágil y, a la vez, tan fuerte.

—Feliz, feliz, que Dios en su bondad, te dé muy larga vida, salud, felicidad —continúo cantando, tratando de no quebrarme. Es la canción de cumpleaños que cantan en mi país, un pequeño fragmento de mi hogar que quiero compartir con ella.

Mientras limpia sus lágrimas con esas manitas frágiles, llenas de pequeños cortes y moretones, mi sonrisa titubea. Tengo que ser fuerte por ella. Terminó la canción y le muestro los pancakes que traje, pequeños y en forma de corazón, uno de los pocos detalles que puedo darle en este día tan especial.

—Gracias —murmura en voz baja, extendiendo una mano temblorosa hacia los pancakes, pero la detengo suavemente.

Ella me mira con un toque de ansiedad, como si temiera que no le dejará comerlos.




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