Mente fragmentada

Capítulo 14: Croac

Uno creería que al salir de tu país, dejarías atrás las costumbres o esas situaciones que parecen seguirte a todas partes, pero acabo de descubrir que no es así.

Ahí está, justo en el centro de la habitación, un sapo verde y viscoso, su piel húmeda brillando bajo la tenue luz que se cuela por las cortinas. Nos observa con esos ojos redondos y saltones que parecen dos gotas de aceite, parpadeando lentamente mientras se queda quieto, maquinando a cuál de las dos camas saltar. Su garganta se infla y desinfla con un sonido grave, y el cuarto entero parece vibrar con el eco de su croar.

A mi lado, Ada se mantiene en silencio, clavando la mirada en el sapo con una expresión de pura repulsión. Sus manos están tensas y apenas respira, sus labios temblorosos como si estuviera a punto de romper en llanto.

Yo también siento cómo el estómago se me revuelve, pero no es miedo; lo mío es puro asco, una sensación de repulsión que me sube desde la garganta.

—Busca sal —murmuro, apenas moviendo los labios, tratando de no llamar la atención de ese bicho viscoso.

Ada me mira, parpadeando con una mezcla de confusión y desconcierto. Sus cejas se alzan, incrédulas, mientras mantiene la respiración.

—Sal… la que se usa para cocinar —insisto, un poco más alto.

Su rostro se desfigura en una mueca de incomprensión, y puedo ver el brillo de las lágrimas acumulándose en sus ojos. Me doy cuenta de que está atrapada entre el pánico y la incertidumbre. Pero antes de que pueda decir nada más, el sapo emite otro croar, más fuerte y largo, como si estuviera reclamando su territorio. La vibración en el aire nos saca de nuestro duelo de miradas y nos trae de vuelta a la realidad.

—¿Para qué necesitamos sal? —cuestiona Ada, con un tono teñido de escepticismo y algo de frustración.

Respiro profundo, tratando de no sonar exasperada. ¿Es que no entiende?

—Para echarle, claro —le digo con obviedad, como si fuera lo más lógico del mundo.

Ada frunce el ceño, suspendida en su propio temor, mirándome como si estuviera perdiendo la cabeza. Lo sé, lo que estoy diciendo suena ridículo, hasta a mí me cuesta creerlo, pero es lo único que se me ocurre.

—Cuando un sapo entra, tienes que tirarle sal para que se vaya —le explico, recordando vagamente alguna superstición de infancia, aunque no sé muy bien de dónde saqué esa idea.

Ada me observa como si estuviera loca. El sapo, mientras tanto, sigue avanzando, dando saltitos cortos hacia nuestras camas, su piel húmeda dejando pequeñas manchas en el suelo. Puedo oler la humedad que desprende, mezclándose con el aire viciado del cuarto. El asco se intensifica.

—Eso es lo más raro que has dicho —responde ella con tono seco.

Sus ojos se apartan de los míos, y juntas miramos cómo el sapo se acerca aún más, hinchando su cuerpo en un gesto de advertencia. El cuarto se siente más estrecho, el aire denso y tenso. Estamos las dos sobre nuestras camas, pegadas contra la pared, como si de esa forma pudiéramos evitar que el asqueroso intruso nos alcance.

—No lo has intentado —le aclaro, aunque mis palabras ya no parecen importar.

—¿Y cómo se supone que consiga sal en este momento? —replica ella, y su voz suena crispada, la ira comenzando a filtrarse por encima de su miedo.

Nos quedamos en silencio, atrapadas en esta especie de duelo absurdo, mientras el sapo se queda quieto en medio del cuarto, su mirada fija y desafiante, como si entendiera que, de alguna forma, tiene el control sobre nosotras.

—Llama a alguien —le sugiero.

Ella me mira con cierto horror y por primera vez escucho lo que menos espere.

—Mi teléfono está conectado en la mesa, al lado de la puerta —se queja Ada, sin dejar de observar al sapo como si pudiera lanzarse sobre nosotras en cualquier momento.

Sigo su mirada hacia la pequeña mesa junto a la entrada, donde su teléfono reposa, emitiendo un resplandor frío cada vez que la pantalla se enciende. Una llamada entrante ilumina brevemente la habitación, proyectando sombras temblorosas por todas partes.

—Llama tú —me pide, su voz apenas un susurro.

¿A quién llamo? La pregunta rebota en mi cabeza mientras sigo contemplando su teléfono. Linda… no creo que quiera venir aquí, menos si se entera de que Ada está atrapada conmigo en esta situación ridícula. Nicol… Nicol probablemente se reiría de nosotras. Podría llamarla, pero hay algo en su personalidad que me hace pensar que ni siquiera se tomaría en serio esta emergencia.

Entonces pienso en él. Pero me invade una sensación de incomodidad, casi certeza, de que no respondería a mi llamada.

Dejo escapar un suspiro y deslizo la mano en el bolsillo de mi pantalón, buscando mi propio teléfono. Lo saco y observo la pantalla, con esa flor de fondo que no he cambiado desde hace semanas, tal vez meses. Paso el dedo sobre la pantalla, el suave deslizar sobre el vidrio me da un breve instante de calma mientras rebusco en mi lista de contactos, buscando a alguien, a cualquiera, que pueda salvarnos de este lío.

Finalmente, me decido por Nicol. Ella parece la única opción viable, por desesperada que sea.

Presiono su nombre y llevo el teléfono a mi oreja, el eco de la llamada resuena como una advertencia en el silencio tenso de la habitación. Cada tono parece durar una eternidad. Mis nervios se disparan, y siento una ola de náuseas que me recorre el estómago, cada vez más intensas con el paso de los segundos.

Con cada tono que suena, mi respiración se hace más corta, y mis ojos vuelven involuntariamente al sapo, que sigue observándonos con esa mirada fija y penetrante, como si entendiera que estamos a punto de hacer algo que él no aprobaría.

—En este momento estoy ocupada, si puedes llamarme… —La voz de Nicol suena distante, indiferente, mientras sigue hablando sin que yo pueda captar el resto de sus palabras.

Pero entonces sucede.

Siento, más que veo, el movimiento en el borde de mi cama. El sapo ha saltado, aterrizando justo a mi lado. Mi corazón se congela por un segundo antes de que el pánico me domine. Un grito agudo escapa de mis labios sin que pueda evitarlo, una reacción visceral, tan inevitable como respirar.




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