Mente fragmentada

Capítulo 16: Él/ agridulce

Todos tenemos distintas opiniones acerca de la muerte, pero la verdad es que no estamos preparados para ella. Nadie lo está y probablemente nunca nadie lo estará.

Han pasado doce horas desde que visité por última vez a la pequeña niña, provocando que tenga un remolino de emociones instaladas en mi estómago, que se retuerce con fuerza. Las constantes náuseas hacen eco por todo mi cuerpo. El cabello se me cae cada vez que mis dedos se pasean por este. Mis dedos se han llenado de pequeñas lesiones rojas y dolorosas, que brotan de manera visible. Pica, pero también se ha puesto áspera al tacto, la inflamación se ha hecho presente.

Pero lo que más me ha causado conflicto es está constante sensación en todo mi ser de… ya haber vivido está situación antes. No tengo forma de verificar esa sospecha, sólo la siento.

¿A quién le podría preguntar? Todos de alguna forma me miran de una manera muy extraña, como si guardaran algún tipo de rencor hacia mí persona. Algo en mi interior me dice que no confíe en nadie y de eso me voy a sostener. Si quiero investigar algo, lo haré sola, no involucrar a nadie.

Adentrarme en este hospital se ha vuelto parte de mi rutina diaria. Las miradas de soslayo siempre presentes por parte de las enfermeras, admiración por algunos doctores, mientras otros lanzan su desprecio hacia mí sin importarle nada.

—Niña —una voz que ya conozco me llama.

Me giro encontrándome con el chef, quien trae un envase de comida. Me sonríe con esperanza.

—¿Podrías hacerme el favor de llevarle esto a la sala de vigilancia? —me pide.

—Claro.

Este me sonríe en agradecimiento.

—Entonces espero que vengas con hambre, porque te voy a preparar el desayuno —pronuncia con algo que no logró identificar.

Pero logra que mi corazón lata con más fuerza, evocando algo que desconocía de mi interior.

¿Tristeza?

¿Anhelo?

¿Extraño algo? o tal vez es a alguien.

Mis piernas me guían a través del laberinto que se ha vuelto el hospital, semejante a que ya hubiera hecho esto antes.

Hasta que me detengo frente a una puerta negra, toco y entro sin esperar que me inviten a entrar. El frío es lo primero que me recibe, erizandome por completo, lo segundo es que este lugar está vacío.

Las pantallas iluminan la habitación, mis ojos se posan en cada una de ellas, desde la entrada principal, la trasera, hasta que encuentro una cámara que apunta directo al departamento de oncología, especialmente el cuarto de la niña rubia.

Observo la pantalla sintiendo cierto recelo. Hasta que noto a un doctor entrar en la habitación de ella, no puedo ver su rostro, solo su cabello blanco, es alto, lleva una bata. Mi corazón comienza a latir de una manera irregular, mientras el mismo torbellino de emociones se instala en mi cuerpo nuevamente.

Se me dificulta tragar mi propia saliva.

Mi cabeza comienza a palpitar con fuerza, los minutos pasan y el doctor no sale de la habitación. Los dedos de mis manos comienzan a picar de una manera constante. El sabor de la sangre se adueña de mi boca, me rompí el labio.

Hasta que sale, solo que lleva la cabeza gacha, impidiendo que contemple su rostro o algo de su perfil, solo soy capaz de notar que bajo la bata, lleva una camisa manga larga con corbata, unos pantalones de vestir y ¿qué clase de doctor viene al hospital con esa vestimenta?

El alimento se me atasca en mis pulmones. Las enfermeras entran corriendo a la habitación de la niña. Mis piernas tiemblan amenazando con dejarme en el suelo. Los minutos se vuelven eternos, mis manos tiemblan, no comprendo lo que está pasando en mi cuerpo.

—¿En que le puedo ayudar? —una voz gruesa me pregunta.

Me giro encontrandome con un guardia de seguridad. Intento recomponerme, aunque mi corazón haga lo contrario. Planto mi mejor sonrisa y extiendo el envase que yace frío entre mis manos.

—Me pidieron que les trajera esto, pero como no había nadie, decidí esperar —me sincero.

La desconfianza es visible en su rostro, pero toma el envase sin poner resistencia. Se acerca hasta donde estoy yo y entiendo que es el momento de retirarme. Me giró una última vez para contemplar el alboroto. Solo que las enfermeras salen de la habitación con una calma que lejos de tranquilizarme, me perturban.

—Te voy a dar un consejo que no me pediste —el guardia atrae mi atención—, Al perro lo capan solo una vez, pero ten cuidado o serán dos y de la segunda nadie se recupera —sus palabras lejos de tranquilizarme, son una amenaza encubierta.

No, son algo más.

Es una advertencia. Específicamente por el tiempo que no recuerdo ¿acaso el sabe algo? No, de ser así, no me diría nada.

—Toma el consejo, nadie necesita tener que ir a un segundo velorio suyo –concluye dándome la espalda.

Sus palabras calan en algún lugar de mi interior, pero lo hacen. ¿Que se supone que descubrí que amerito desaparecerme? ¿con quien se supone que me metí? ¿qué hice? Con esas preguntas rondando mi cabeza me alejo de la oficina en busca de regresar a la cocina para ese desayuno.

No tengo hambre, pero es malo botar la comida.

Algo impacta contra mí cuerpo provocando que caiga de espaldas, el aire abandona mis pulmones por un momento. Todo lo que soy capaz de ver es el blanco del techo. Parpadeo varias veces intentando enfocar algo, pero soy incapaz.

Unos destellos blancos aparecen en mi rango de visión, unas manos frías como la nieve entran en contacto con la piel de mis brazos. Perfecto, la muerte llegó a buscarme. Hasta que me levantan dejándome sentada. Mi cabeza da vueltas.

—Lo lamento mucho ¿cómo se siente? —cuestiona una voz, lenta pero pausada.

Mi cuerpo entero se siente como en Alaska.

GImo de dolor al sentir el pinchazo en mi espalda.

—Tomaré eso, como un, me duele todo —chistea esa persona.

Intento colocarme de pie, pero es casi imposible. Mis piernas amenazan con dejarme caer, ocasionando que el extraño, me rodee la cintura con su otra mano. se siente grande, pero extremadamente fría.




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