Los días pasaron y, aunque busqué sin descanso, no lo encontré. La esperanza seguía viva en mi interior, esa extraña sensación de que, en cualquier momento, giraría la esquina y allí estaría él, con su cabello blanco tan característico, como un destello de frío entre la multitud. Pero no fue así. Cada día, la ausencia de su figura se hacía más palpable. Me esforzaba por buscarlo en los rincones más oscuros del hospital, entre las sombras y las luces tenues, pero siempre me chocaba con el vacío. No estaba.
La rutina comenzó a cambiar. Mis días en la cocina fueron reemplazados por el periodo clínico, pero algo dentro de mí me empujaba a evitar el hospital, como si un presagio me dijera que no debía volver. No quería enfrentarme a lo que no entendía, ni a lo que me inquietaba. Como si mi cuerpo se hubiera adaptado al desconcierto, y ya no pudiera soportarlo más.
Sin embargo, una fuerza más poderosa que mi voluntad me hizo tomar el camino hacia otro lugar. La tumba de la pequeña rubia me esperaba, en silencio. El cielo, antes despejado, se oscurecía a medida que caminaba hacia el cementerio. Las nubes grises se arremolinaban sobre mi cabeza, como si el mismo universo estuviera presagiando lo que iba a suceder. Mis pasos se sentían pesados, como si la gravedad hubiera aumentado su intensidad.
Llegué frente a la tumba, donde la pequeña descansaba en paz, aunque la paz no existía en mí. Algo seguía doliendo, una punzada constante en mi pecho, como si el hecho de que ella ya no estuviera allí me dejará una herida abierta que no podía sanar.
Me agaché frente a la lápida, observando su nombre grabado en la fría piedra. Mi mente, tan confusa, no podía dejar de dar vueltas alrededor de las mismas preguntas: ¿Por qué su muerte me afectaba tanto? ¿Por qué sentía que había una conexión más profunda de la que podía entender?
El viento susurraba entre los árboles, y el cielo se volvía más oscuro aún, como si el universo me estuviera dando un ultimátum. Las estrellas aún no aparecían, pero algo dentro de mí sabía que el próximo paso sería crucial. Algo estaba a punto de suceder. Algo que me obligaría a enfrentarme a la verdad, sin importar lo que costara.
Un frío extraño se apodera de mi espalda y recorre mis terminaciones nerviosas, erizando mi piel por completo. Es él.
—¿Visitando a los muertos? —cuestiona, colocándose a mi lado. Su presencia imponente me deja sin aliento.
Me abrazo a mí misma, buscando algo de calor en mi cuerpo tembloroso.
—¿Cómo sigue tu cuello? —cambia de pregunta con una calma inquietante.
Involuntariamente, llevo la mano a mi cuello, el mismo sitio donde sus dientes dejaron una marca profunda, que luego se convirtió en un moretón. La excusa que di fue que un murciélago me mordió. Nadie creería la verdad.
—Bien —respondí con voz fría, tratando de ocultar esa extraña sensación.
Volteo hacia él y lo encuentro sonriendo, una sonrisa que destila algo entre el placer y la malicia. Sus labios parecen chisporrotear con malicia mientras su mirada se clava en mí.
Sin previo aviso, deja su abrigo sobre mis hombros. Esperaba que estuviera tan frío como él, pero en su lugar, el calor que emana de él me quema la piel, un calor casi erótico. Me siento confundida, atrapada en esta tensión que no sé cómo manejar.
—Sería una profanación tener un encuentro sexual sobre la tumba de alguien —dice, y su voz fría me hace sentir el color desaparecer de mis mejillas.
—¿A qué viene eso? —le pregunto, sorprendida.
—Tú comenzaste a mirarme de esa forma —se encoge de hombros, tan tranquilo, como si nada fuera raro.
Claro, ahora resulta que todo es culpa mía.
Sin decir más, se aleja de mí, dejando el abrigo sobre mis hombros. Me quedo allí, observando cómo su figura se desvanece en la neblina de la tarde. Una extraña sensación se apodera de mí, pero me cuesta ponerle nombre. Temo haberme involucrado en algo del que no podré escapar tan fácilmente.
Con una mano, saco del bolsillo el objeto que ha dejado en mi abrigo. Es una página negra, con letras rojas y doradas que parecen moverse, como si intentaran decir algo que no puedo entender.
Termino mi turno en el hospital y regreso rápidamente a los dormitorios, pero en el camino, choco con alguien.
—Disculpa —pronuncio, intentando evitar una nueva conversación.
—Katherine —me llama Linda. Su tono me hace detenerme en seco.
Me giro, encontrando el miedo reflejado en sus ojos.
—¿De dónde sacaste ese abrigo? —me pregunta con recelo.
Sé que el abrigo me llega hasta los talones, pero no pienso en explicaciones.
—Lo compré —miento con rapidez.
Ella me observa en silencio, sus ojos entrecerrados.
—Eso es mentira —declara, sin mover un músculo.
—¿Por qué debería darte explicaciones sobre lo que hago o dejo de hacer? —le respondo, algo molesta por la intromisión.
Linda se encoge de hombros, y con una sonrisa triste, lanza una advertencia.
—Espero que entiendas en qué te estás metiendo —sentencia, y se aleja sin añadir una palabra más.
La observo irse, el nudo en mi estómago crece. No tengo tiempo para esto. Me apresuro hacia mi habitación y, con las manos temblorosas, entro sin hacer ruido. Ahí está Ada, absorta en un libro.
—Ada, necesito tu ayuda —declaro, sin más preámbulos.
Ella levanta la vista, sus ojos reflejan algo entre curiosidad y preocupación. Pero su expresión cambia cuando le entrego la página negra. La observa en silencio por unos segundos, luego sonríe, aunque su sonrisa parece tener una mezcla de asombro y algo más.
—¿Cómo conseguiste esto? —pregunta, casi con diversión.
—¿Sabes qué es? —le interrogo, sintiéndome como si estuviera a punto de caer en una trampa.
Ada se levanta de la silla, y su emoción se dispara.
—¡Claro! Es una membresía Golden para ese club del que te hablé esta mañana —dice, con una sonrisa amplia.
Me quedo en silencio, observando cómo se emociona, mientras mi mente trata de procesar lo que implica realmente esa membresía.
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Editado: 16.01.2025