Mente fragmentada

Capítulo 21: ¿real?

La voz reverbera en mi mente, repitiéndose como un eco infernal, cada palabra incrustándose en mi cerebro como un susurro áspero que me impide siquiera respirar en paz. Al abrir los ojos, un dolor punzante se clava en mis sienes, pero lo que realmente me atormenta es el zumbido constante, esa presencia incesante en mi cabeza. Intento centrarme en las figuras a mi alrededor: doctores, todos hablándome, pero sus voces parecen atrapadas en otro plano, como un televisor al que le han quitado el sonido. Sus labios se mueven, lanzan preguntas, pero no logro escuchar nada.

Siento cómo mi conciencia se desmorona, la realidad se desvanece en el vacío. Vuelvo a ese lugar oscuro que clama por mí, un abismo silencioso que me atrae, donde mi nombre resuena sin cesar. Allí, la voz de un hombre se despliega en ecos, burlándose de mi anhelo de paz.

Una diminuta luz se filtra desde la derecha. Parpadeo, tratando de ubicarme. Es una ventana pequeña, de estilo gótico, con un marco de piedra y rejas herrumbrosas que apenas permiten ver la penumbra exterior. Mis ojos recorren el lugar; las paredes son de piedra, húmedas y cubiertas de moho verde oscuro, y el aire denso tiene un olor metálico. Empiezo a comprender que no estoy en una habitación de hospital. No, esto se asemeja más a una sala de tortura o un sótano olvidado de alguna iglesia antigua.

El aire se escapa de mis labios cuando finalmente me observo a mí misma. Estoy ahí, en una silla robusta y fría, con las muñecas atadas a los brazos de la silla. Mi cabeza cae hacia adelante, como si estuviera agotada más allá de cualquier límite humano. Me miro y me inunda una confusión abrumadora. Esa soy yo, y a la vez, no lo soy. ¿Es esto un recuerdo o una pesadilla? ¿Es real o está jugándome una broma mi propia mente?

De repente, el sonido de unas botas se aproxima, cada paso retumbando como un presagio. Siento un nudo en la garganta, y mi cuerpo empieza a temblar de un miedo irracional, visceral. Algo me dice que debo huir, pero estoy atrapada, mis manos y piernas amarradas, indefensas. Mis pensamientos se agolpan en preguntas desesperadas. ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué hice para terminar así? ¿Y quién es él?

—Cariño… —la voz es profunda, con un tono burlón que se cuela por la puerta, haciéndome estremecer.

Mi mirada se desvía hacia mi rostro en el reflejo borroso de una ventana sucia. Veo mi propia cara, pero no la reconozco. Está maltratada, con cortes superficiales y un moretón que mancha mi mejilla derecha. Mis ojos lucen exhaustos, y el miedo puro en ellos es tan palpable que apenas puedo contener el temblor. Es como si estuviera atrapada en una versión rota de mí misma, deseando ayudar, pero sin poder moverme.

—No, no, no… —mi otra yo murmura con voz temblorosa.

La puerta se abre de golpe, estrellándose contra la pared, y en el umbral aparece una figura alta. Su cabello oscuro le cae hasta la barbilla, pero el resto de su rostro se difumina como en un mal sueño. Intento enfocar, pero es inútil; su rostro es una mancha oscura y borrosa, un agujero que se traga la poca esperanza que pudiera tener.

—¿Hablando sola de nuevo? —su tono es frío y burlón. Toma mi rostro, mis mejillas atrapadas entre sus manos rudas, y siento una quemazón por debajo de los moretones que cubren mi piel—. Te dije que dejaras de hacer eso.

Con un esfuerzo desesperado, logró apartar mi rostro de su agarre, y él solo sonríe, complacido, como si mi resistencia fuera un mero juego para él.

—Vamos a pasar mucho tiempo juntos… si no cooperas. —Su amenaza cala en lo más profundo de mi ser.

Quiero gritar, pero mi voz se ha marchitado. La realidad, el dolor, la impotencia… todo se mezcla en una pesadilla sin escapatoria.

La sensación de ver mi propio cuerpo, lastimado y atado, me atormenta. ¿Cómo es posible que pueda estar fuera de mí misma y a la vez tan atrapada? Intento moverme, intentar liberarme de esta visión que se siente tan real, pero no hay escapatoria. Cada detalle de mi otro yo, con su rostro cansado, sus ojos cargados de dolor, me resulta angustiante y fascinante a la vez.

—Él te va a encontrar —dice mi reflejo con una chispa de desafío en su voz, una seguridad que yo misma ya no poseo.

La otra figura ríe, una risa oscura y sin piedad, que hace que mis entrañas se revuelvan. Mi reflejo mantiene su postura desafiante, pero siento su incertidumbre, su fragilidad, tan palpable que me duele.

—No, porque ya terminaste de usarlo y manipularlo a tu antojo. No va a rescatarte —le escupe con frialdad—. Tienes lo que mereces.

Mis pensamientos se tornan en preguntas desesperadas. ¿A quién manipulé? ¿Qué hice? ¿Es cierto que merezco esto? Intento gritar, intentar ser escuchada.

—Déjala… —musito, mi voz casi inaudible, como si apenas existiera en este lugar.

No me escuchan. Nadie puede escucharme, porque no estoy realmente aquí… ¿o sí? Mi reflejo, con los labios partidos, vuelve a enfrentarlo, y la duda se convierte en una chispa de resistencia.

—Eso no es cierto, y tú lo sabes —contesta, con una voz que, a pesar de su cansancio, tiene firmeza.

El hombre se detiene, irritado, y toma una silla metálica que arrastra lentamente por el suelo. El ruido chirriante se vuelve insoportable, clavándose en mis oídos como agujas. Cuando finalmente se sienta frente a ella, su sonrisa torcida, oscura y satisfecha, me causa un escalofrío.

—Tenemos todo el día, cariño —dice, inclinándose hacia ella, con una expresión de morbosa fascinación.

Intento mirar su rostro, pero sigue difuminado, como si una niebla espesa lo cubriera y me impidiera ver quién es. Es como si él fuera una sombra que toma forma pero nunca identidad. La frustración hierve en mi pecho. ¿Por qué no puedo recordar quién es?

—Eso te pasa por meterte con la gente equivocada —escupe con resentimiento, sus palabras cargadas de veneno.

¿Gente equivocada? ¿De qué estaba yo envuelta? Mi reflejo, herida y aún más agotada, lo mira con una mezcla de rabia y dolor.




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