La vida de aquel hombre se había convertido en una representación teatral, donde él era el actor principal, obligado a interpretar el papel que otro le había impuesto. Un papel que jamás había elegido, pero que tampoco se había atrevido a rechazar. Un papel que lo mantenía atado a un sueño ajeno, un sueño que no era suyo, pero que tampoco podía abandonar.
Aquel hombre, cuyo nombre se perdía en el laberinto de recuerdos amargos, había amado a una mujer con la fuerza de un volcán en erupción. Un amor que la sociedad, con sus rígidas normas y prejuicios, se había encargado de sofocar. Un amor que había sido sacrificado en el altar del estatus y la conveniencia.
La mujer, consciente de la imposibilidad de su unión, había aceptado su destino con resignación. Sabía que aquel hombre, cuyo corazón latía al compás del suyo, jamás podría ser feliz a su lado. No estaba preparado para desafiar los muros de la sociedad, para romper las cadenas que lo ataban a su mundo.
Así que, con el corazón destrozado, había renunciado al amor de su vida. Un amor que la había marcado para siempre, un amor que se había convertido en una herida abierta en su alma.
Aquel hombre, por su parte, jamás pudo olvidar a la mujer que había amado. Su recuerdo lo perseguía como una sombra, recordándole constantemente lo que había perdido. El amor que había dejado escapar por miedo, por cobardía, por no atreverse a desafiar las convenciones sociales.
Atormentado por el remordimiento y la culpa, aquel hombre había obligado a otra mujer a vivir su sueño. Una mujer que fue engañada, a la que le vendieron una imagen de un príncipe, una imagen tan frágil como el papel. Una mujer que se había convertido en víctima de su dolor, en el blanco de su frustración.
El nieto de aquel hombre, heredero de su apellido y de su destino, se encontraba ahora en la misma encrucijada. Obligado a casarse con una mujer a la que no amaba, una mujer que había sido elegida por el patriarca de la familia, el dueño de su futuro.
El joven, cuyo corazón latía por otra mujer, se sentía atrapado en una jaula de oro. Sabía que su futuro dependía de su obediencia, que su negativa sería castigada con la pérdida de su herencia, de su posición social.
Pero el joven no estaba dispuesto a renunciar a sus sueños, a su felicidad. No quería convertirse en una marioneta, en un instrumento de los deseos de otro. Así que, con el corazón lleno de rabia y frustración, había decidido aceptar su destino. Pero no sin antes trazar un plan, una estrategia para recuperar lo que le pertenecía por derecho.
El joven sabía que el patriarca de la familia no viviría para siempre, que tarde o temprano llegaría el día en que su poder se desvanecería, en que su voz se apagaría, y ese día, el joven lo sabía, llegaría su momento. El momento de tomar las riendas de su vida, de romper las cadenas que lo ataban al pasado, de construir su propio futuro.
Mientras tanto, el joven se limitaría a obedecer las órdenes del patriarca, a representar el papel que se le había asignado. Pero en su interior, el fuego de la rebeldía seguía ardiendo, alimentando su determinación de cambiar su destino.
Pero el arrepentimiento también es parte de vivir para otros, anhelando lo que pudo ser, imaginando, construyendo cosas que jamás pasarían, como una vista al futuro pero, ¿quién de todos ellos tiene derecho a ese futuro, uno que a pesar de las sombras del pasado, se presenta lleno de posibilidades? Pero más importante aún, ¿se puede volver a amar después de tanto dolor?