La tumba maldita
Llevábamos varios días trabajando bajo un sol abrasador en el Valle de los Reyes, cerca de la ciudad de Luxor, mezclados entre los integrantes de la flamante expedición francesa que comandaba Victor Loret. Aquel viaje científico, iniciado en 1881, había supuesto una de las primeras misiones arqueológicas que Francia llevaba a cabo en Egipto, pero lo cierto era que ya rozábamos el final del siglo y los trabajos del prestigioso egiptólogo apenas habían tenido repercusión. A pesar de la impaciencia del gobierno y de lo costoso de aquella excavación, la reputación del profesor Loret seguía intacta e incluso había sido nombrado jefe del Consejo Supremo de Antigüedades.
Monsieur Loret andaba bastante obsesionado con la tumba de Tutmosis III, un faraón perteneciente a la XVIII Dinastía que estaba considerado como uno de los gobernantes más notables de la histórica civilización, ya que durante su mandato el Imperio Egipcio había alcanzado su máximo apogeo territorial y de poder. El obstinado tesón del investigador francés dio sus frutos en marzo de 1898, cuando, por fin, parecía haber conseguido el objetivo de localizar y desenterrar la supuesta entrada principal al templo del famoso faraón.
El siguiente paso era abrir el sello y revelar las maravillas que escondía el interior de la tumba al cabo de dos días, cuando estaba previsto que desembarcaran en El Cairo algunos de los más destacados catedráticos y arqueólogos del momento; además, por supuesto, ese pequeño espacio de tiempo permitiría que el grueso de la prensa internacional se desplazara hasta el Valle de los Reyes desde la capital egipcia y convirtiera en noticia mundial el descubrimiento del lugar de enterramiento del gran Tutmosis III.
Lo que muchos ignoraban era que los mencionados dos días de margen también se habían acordado en un discreto despacho de la lejana París, entre el presidente Jean Casimir-Perier y los miembros más antiguos de la Grande Loge de France sin que ningún miembro de la misión arqueológica tuviera el más mínimo conocimiento de tal asunto. El objetivo de aquel acuerdo había sido el de infiltrar a un puñado de soldados de la Légion étrangère en la expedición –es decir, nosotros– con el propósito de recuperar una insólita copia del "Libro de los muertos" que, según contaban las leyendas, había sido escrita utilizando sangre humana como tinta y que contenía varios pasajes que revelaban, supuestamente, el secreto de la vida eterna.
A pesar del éxito aparente de la expedición de monsieur Loret, no era menos cierto que varios trabajadores habían muerto en circunstancias, por así decirlo, peculiares y que otros tantos habían desertado, dejando cada vez más vacíos los barracones. En un lugar como aquel, con todo el halo de misterio que rodeaba al país de las pirámides, las supersticiones habían empezado a apoderarse del campamento y ya eran muchos los que hablaban abiertamente de maldiciones en forma de escorpiones grandes como un puño, cobras en cuyas capuchas brillaba una llama blanca y perros de arena que atacaban de noche... Personalmente, no creía que Anubis estuviera molesto y mandara a sus chacales para hostigarnos, pero sí empezaba a estar convencido de que algo estaba protegiendo los secretos escondidos en aquella tumba.
Bien entrada la noche, mis camaradas de la Légion étrangère y yo nos pusimos en marcha y, después de evitar a los somnolientos guardias con facilidad, llegamos a la entrada principal de la tumba de Tutmosis III. Rompimos el sello con sumo cuidado, procurando no hacerlo añicos del todo porque, después, debería parecer que nadie había pasado por allí; la puerta se abrió mostrándonos un túnel que se adentraba en la oscuridad como una interminable garganta dispuesta a engullirnos. Cerramos la puerta y encendimos las antorchas que cargábamos en las mochilas para iniciar el descenso por el túnel. La sofocante humedad, unas telarañas milenarias y alguna bandada de murciélagos nos brindaron una cálida bienvenida.
El pasillo descendía más y más, trayendo consigo una corriente de aire que olía a muerte y hacía danzar arbitrariamente las flamas de las antorchas. Llegamos al final del empinado pasillo, dando con la zona de enterramiento. Atravesamos entonces una antecámara de forma trapezoidal que precedía a una amplia y lujosa estancia con hileras de columnas y muros ambarinos profusamente decorados, como si fueran un papiro gigantesco sobre los que hubieran escrito estrofas extraídas del "Libro del Amduat" o de la "Letanía de Ra". Apenas habíamos cruzado el umbral de la habitación porque, a pesar del exquisito trabajo de escritura que nos invitaba a entrar, nuestra vista se desvió enseguida a los diferentes sarcófagos que habitaban la cámara mortuoria que se abría a continuación. Uno de los sarcófagos era más grande y ornamentado que el resto, pero los tres estaban abiertos y vacíos. No ni remotamente normal.
Algo no encajaba. Aquello nada tenía que ver con lo que nos habían dicho antes de partir de París rumbo al Valle de los Reyes. Se suponía que en la cámara del sarcófago solamente tendríamos que haber encontrado uno, el del faraón Tutmosis III. Además, hallarnos ante unos sarcófagos vacíos tampoco ayudaba a templar los nervios porque durante el descenso no habíamos atisbado rastro alguno de pisadas ni objetos desechados por los ladrones de tumbas. Entonces, ¿quién o qué había estado allí antes que nosotros?
Decidimos entrar y cuando el último de nosotros puso el pie en las baldosas bañadas en oro de la cámara, un sonido a nuestras espaldas hizo que nos diéramos la vuelta: una de las paredes de la antecámara había empezado a deslizarse lateralmente y amenazaba con sellar nuestra única vía de escape. Todos corrimos desesperadamente hacia un hueco cada vez más estrecho, pero solamente el pequeño Hugel consiguió escabullirse y escapar de aquella maldita trampa mortal. El resto de nosotros, bravos hombres de la Légion étrangère, probablemente, jamás volvería a ver la luz del Sol. Estábamos atrapados entre la antecámara de los murales y la cámara del faraón.
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Editado: 07.05.2025